La cuestión del trabajo, es decir, de la función del trabajo en el proceso de valorización y reproducción del capital aparece cada vez más a menudo como una de las más espinosas de afrontar. La idea de un desarrollo ‘natural’ según el cual se pasaría de una forma de relación social de producción a otra forma simplemente ‘sustituyendo’ la composición obsoleta del trabajo productivo por una nueva resulta hoy completamente inadecuada. En general, el sistema capitalista excluye esta linealidad en su proceso; en él, la discontinuidad, la producción de crisis por medio de saltos tecnológico-organizativos, es fisiológica. Y esto se debe a una razón esencial: el sistema capitalista está determinado por la relación y mediación entre subjetividades que no son expresión de principios comunes, que no remiten a ninguna autoridad que las trascienda. Necesidades, impulsos, deseos y diferentes expectativas contribuyen, en todos los sentidos, a determinar el proceso. En esta ‘competencia’ de factores irreductibles a unidades abstractas, el equilibrio es posible, pero nunca determinable. Lo que significa que nunca podrá haber una auténtica ‘new economy’ alejada de los problemas de una ‘new society’, a diferencia de una fe muy extendida en nuestra época, capaz de sobrevivir a las negaciones más duras: la fe en una racionalidad tecnoeconómica autorreferencial, que puede por sí misma de responder a los problemas que ella misma produce, e intolerante con cualquier regulación.

Todo esto implica, condición ‘sine qua non’ de la existencia del actual sistema de relaciones sociales de producción, una forma de trabajo humano que interiorice el fin, ciertamente paradójico en sí mismo, del infinito o indefinible desarrollo productivo, es decir, la formación de un trabajo humano infinitamente productivo. Esta idea ‘reguladora’ nos permite comprender cómo, en una época que ha conocido la globalización definitiva del sistema capitalista, el trabajo humano debe perder cada vez más su carácter, diría yo, robótico, es decir, mecánico. Un trabajo así nunca podrá ser innovador, generador de cambios técnico-organizativos significativos y, por tanto, de nuevo valor. El trabajo en el que se basa la reproducción ampliada tiende a convertirse casi exclusivamente en técnico-científico, o en todo caso al servicio del progreso de este último. Y esto, a su vez, hoy solo se puede concebir dentro de las complejas relaciones económico-financieras globales, integrado en ellas.

Esta tendencia general y aparentemente imparable trae consigo problemas y contradicciones colosales que afectan a nuestra cultura o civilización en su conjunto. Todas las formas de trabajo ‘robotizables’ tienden a desaparecer, primero en las áreas metropolitanas y luego, gradualmente, también en las periferias del mundo. Resistirán más tiempo en los sectores de servicios y de servicios para las personas, y pronto se reducirán al mínimo también en ellos. El trabajo necesario tenderá a disminuir en todas partes. La introducción masiva de la Inteligencia Artificial dará el empujón definitivo a la antigua organización del trabajo. Hasta aquí, ninguna novedad. Esta es, si se quiere, la expresión del gran papel histórico-social del capitalismo: establecer un desarrollo productivo que nos libere de la necesidad del trabajo como ‘ponos’, pena, labor, ‘fatica’. No es que el capitalismo tenga este fin ético en sí mismo, pero hace que sea posible. La misma ansia ilimitada de lucro puede llevar en esta dirección: constituye su necesaria base material. La relación social capitalista no implica en sí misma en absoluto esos grandes silos de trabajo mecánico y dirigido que han caracterizado la civilización industrial. Pero tampoco hacen posible automáticamente la liberación de la necesidad del trabajo. ‘Tiempos modernos’ es arqueología, pero eso no significa que en los ‘Nuevos tiempos’ el hombre deje de ser engullido y aplastado por el sistema técnico-productivo. Para que al aumento de la riqueza producida corresponda no solo un crecimiento del trabajo creativo, sino también la posibilidad de que cada uno sea activo según sus propias capacidades, sin caer ‘más acá’ de todo trabajo servil en la miseria material y la psicología del desempleo o del trabajo precario, es necesaria una intervención formidable del trabajo político.

Ya no podemos considerar el trabajo sobre la base del ‘reconocimiento’ de su papel por parte de cualquier ‘propietario’ o, en cualquier caso, como ‘remunerado’ sobre la base de su presunta productividad. Esta ética del trabajo conlleva necesariamente la marginación social de quienes no pertenecen a ella, de una u otra forma. Y su consiguiente ‘tratamiento’ en clave puramente asistencial, de modo que aumente su resentimiento y frustración. Hay que cambiar el planteamiento general del problema. A la vez que debe promoverse una formación de capital humano coherente con el flujo de innovación y multiplicar las inversiones en I+D, es necesario concebir la productividad en términos sociales generales, como el efecto de una laboriosidad propia de todo el sistema o, mejor, de una actividad del ‘general intellect’, que la sociedad expresa.

El desarrollo de la riqueza depende cada vez menos de la creatividad del individuo. Y la productividad del individuo no puede medirse por ningún ingreso, sueldo o salario. El desarrollo depende de la organización general del sistema. Y de alguna manera todos estamos conectados a su funcionamiento. Incluso aquellos que hoy se limitan a consumir lo hacen como proveedores continuos, a tiempo completo, de información y documentos esenciales para dirigir la producción. La actividad de cada uno, por lo tanto, debe considerarse y valorarse en este contexto. Y quienes no están directamente involucrados en organismos técnico-científicos, en sistemas de información, en puestos directivos y de liderazgo político, deben poder sentirse activos y partícipes en la producción de riqueza en igualdad de condiciones, ejerciendo su actividad como puedan y socialmente remunerados por ello. Al trabajo político capaz de desarrollar una visión estratégica le corresponde la gran tarea histórica de hacer factible este objetivo, precisamente sobre la base del desarrollo material del sistema de producción capitalista.

¿Utopía? En absoluto. Utópica es la idea de que es posible seguir multiplicando las desigualdades entre los superactivos que dirigen el desarrollo global y la nueva plebe, que crece cada día, de parados, precarios, marginados y ocupados frustrados e improductivos, sin que esto termine por conducir a desbarajustes políticos y sociales ingobernables. Si no queremos que nuestras ciudades se conviertan el día de mañana en ‘gated cities’ inhabitables, debemos pensar en un trabajo general y cooperativo, y en la riqueza como su producto, disfrutado por todos. La vieja ética del trabajo, típica todavía del capitalismo original, debe ser sustituida por una ética de la actividad general, en la que todos participan según sus capacidades y cuyos frutos todos pueden disfrutar.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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