«¡Callaos, mierda!» fue lo que dijo el profesor de Filosofía para sí mismo mientras revisaba sus apuntes fastidiado por la algarabía que los alumnos mantenían en el aula. Era en mi opinión uno de los mejores profesores; es más, era un verdadero maestro. Cuando varios de nosotros le pedimos que en lugar de los griegos invirtiera el curso y comenzara por el existencialismo de Jean Paul Sartre, que diera marcha atrás porque queríamos saber de qué se trataba y contestó que le gustaría hacerlo, pero estaba obligado a seguir las normas y el programa de clases diseñado por el Ministerio de Educación. Entonces compramos una botella de ron envuelta en una bolsa de papel para disimular y le tocamos esa noche la puerta de su casa. Nos abrió y al vernos armados con aquella botella dijo: «¡Chicos, me comprometeis, pero pasad, pasad!» y entre tragos nos contó su vida antifranquista y qué era lo que proponía el existencialismo. La reunión estuvo tan emotiva que me vi obligado a salir a comprar hielo y otra botella porque nos contó las peripecias que tuvo que enfrentar para llegar finalmente a Caracas y encontrar la oportunidad de dar clases, sobrevivir y conocernos. Era la primera vez que me hacía amigo de un profesor de liceo y lo consideré como un maestro, aunque uno de nuestros compañeros de aula, conocedor de filosofía, consideraba que se trataba de un farsante y nuestro apreciado maestro se quejaba con nosotros: ¡»Este chico me jode, en las tareas me pone citas en alemán!»
Sentadas en primera fila, dos rígidas y atentas alumnas destacaban por su conducta altiva y desdeñosa. Andaban siempre juntas, caminando por los pasillos del liceo agarradas de la mano con ese dulce amor adolescente y llegaron a tallar sus nombres en el pupitre; Gloria y Rita. Fue cuando Aníbal Nazoa preguntó: «¿Qué será lo que le pasa a Gloria que siempre irrita? y cuando escucharon al profesor decir «mierda» se pararon en el acto y dijeron que ellas no soportaban escuchar en el aula palabras sucias.
Entonces, sin decir una palabra, el profesor de Filosofía en el exilio se levantó de su mesa, se enfrentó al pizarrón, dibujó el aparato digestivo y dictó una clase magistral sobre los procesos fisiológicos que se producen en el tubo digestivo; esto es, la movilidad, la secreción, la digestión y la absorción y se explayó en el tracto gastrointestinal y se refirió a la boca, al esófago, al estómago; mencionó al hígado, al páncreas, al intestino grueso y al ano y se refirió al bolo alimenticio y a los movimientos peristálticos y mientras disertaba, toda el aula permanecía en admirado silencio y al final de su exposición que duró exactamente el tiempo dedicado al pensamiento determinista de Baruch Spinoza escribió en la pizarra, al lado del ano la palabra «mierda» y todo el curso aplaudió rabiosamente, salvo las dos estudiantes sifrinas y de aséptico lenguaje que permanecieron petrificadas en el silencio. ¡Eso es ser un maestro!
Cuando le dije a Salvador Garmendia que debía sentirse orgulloso porque su nombre aparecía en el Diccionario Larousse contestó que también aparecía la palabra «mierda». ¡Otro maestro!