Ya los jerarcas del régimen no practican otro lenguaje que no sea el insulto y la descalificación cuando en la arena internacional les toca lidiar con diferencias de criterios en cuanto al proceso electoral venezolano y la legitimidad del triunfo enarbolado por Nicolás en los comicios de julio pasado. La exigencia irrenunciable frente a terceros países, y particularmente frente a aquellos que se han comportado como los más solidarios, es la de un apoyo ciego e irrestricto. Las diferencias se pagan con el rechazo virulento, la ruptura y ahora, la amenaza.
La demostración palmaria de esta actitud hostil la hemos tenido frente a nuestros ojos esta semana con dos episodios diferentes: la exclusión de Venezuela de los BRICS promovida por Brasil y la reacción visceral y amenazadora del canciller venezolano ante la postura asumida por su par colombiano, Luis Gilberto Murillo, de exigir una prueba fehaciente del triunfo electoral de Maduro en la contienda frente a Edmundo González Urrutia.
En el caso de Celso Amorim, el alto mando de Miraflores ha utilizado los más ácidos epítetos llegando incluso a calificar al asesor de Lula y al gobierno que representa de ser agentes del gobierno norteamericano, un hecho de una aberración supina y de una desproporción evidente. Se ha perdido toda noción del equilibrio y de la sensatez en la disputa, hasta en el terreno de lo diplomático y se está alimentando un espacio para la retaliación y la desmesura.
Pero en el caso de Colombia es aún más flagrante. Cuando los gobiernos de Brasil y Colombia después del 28 de julio se manifestaron proactivos en favor del gobierno de su socio venezolano proponiéndose como garantes de un proceso de entendimiento y negociación entre las partes en conflicto en el resultado del proceso electoral, para el régimen de Caracas no cabía otra tesis posible que la de la solidaridad total de los gobiernos de estos dos países, posiblemente los dos más cercanos al chavismo y al madurismo en todo el entorno latinoamericano, Cuba puesta aparte.
Pero las cosas se dieron de otro modo. El gobierno actual de Colombia, y el de Brasil por igual, han evolucionado hacia la sindéresis que es necesaria en casos como el actual y a esta hora, aún sin reconocer como presidente electo a Edmundo González Urrutia, explicitan el deseo de que exista una comprobación creíble del triunfo del madurismo y, en el caso de Colombia, exigen mostrar las actas que lo respalden. Nada más que eso es lo que ha exigido Murillo, el ministro de Exteriores.
Resulta, pues, muy difícil de asimilar para cualquier observador del acercamiento binacional que tanto se han cultivado en los gobiernos de Maduro y Petro, que la Cancillería de Venezuela cruce la raya roja que nunca debe atravesarse entre estos dos países limítrofes, condenados a vivir eternamente cosidos por su línea fronteriza. Entenderse entre Colombia y Venezuela -bastante más que entre Venezuela y Brasil, hay que decirlo- es un imperativo, cualquiera sea el desencuentro que nos separe. Observar al canciller Yván Gil desde el propio suelo colombiano amenazar al gobierno de Gustavo Petro por solicitar una prueba de la victoria electoral y mencionar que el gobierno vecino se arrepentirá de su postura es una fanfarronería evidente y colosal. Un acto impropio y una protuberante desfachatez.
Entre los dos países debe privar una vocación de entendimiento y aun en los momentos más cruciales del devenir binacional ese sentimiento ha privado. Toca exigir calma y cordura a los nuestros. Equivocarse tiene siempre un costo, pero equivocarse en público y vociferar amenazas contra los vecinos tiene un costo aún mayor a la hora de intentar desandar lo andado y reparar el malestar y el desagrado causado.