No vivimos tiempos de esperanza. Ni siquiera nuestros jóvenes parecen tener mucha confianza en el futuro. Más bien ocurre que la emoción política que lo impregna todo es el miedo. De hecho, en las últimas décadas, el miedo se ha convertido en objeto de investigación para filósofos, sociólogos y politólogos porque, entre otras cosas, esta «pasión triste» (en palabras de Spinoza) tiene consecuencias políticas y podría ser incluso otra de las causas de la crisis de la democracia liberal.
La percepción de que hemos perdido el control sobre nuestras propias vidas, de que no podemos hacer nada o casi nada para evitar las consecuencias del cambio climático, de una crisis económica mundial, de una guerra nuclear, de un atentado terrorista o de una epidemia global por citar solo algunos ejemplos, fomenta una angustiosa sensación de inseguridad, de peligro y vulnerabilidad, puesto que lo que no se puede controlar –como sabían muy bien los que pergeñaron el eslogan del Brexit– produce sufrimiento y malestar.
A todo esto, la política, los avances técnicos y científicos que en tiempos se consideraban los instrumentos más eficaces para luchar contra esas circunstancias, se han convertido ellos mismos en una de las principales fuentes del miedo, y si a todo ello le sumamos el papel que los medios de comunicación juegan en la difusión de tal emoción, se comprenderá fácilmente que en una época de cambios económicos, sociales y morales rápidos, complejos y profundos, el miedo –que es muy contagioso– se desencadena y trasmite velozmente. Asimismo, la impresión generalizada de que vivimos en un mundo en el que la crueldad se ensaña con hombres, mujeres y niños incita a la misantropía, que es una actitud socialmente dañina que favorece la aparición de ciertos personajes políticos que prometen seguridad y protección a costa de los más elementales principios morales.
Sin embargo, aquellos de nosotros que vivimos en regímenes democráticos podríamos pensar que la crueldad y el miedo que aquella provoca sólo los sufren los que viven bajo una dictadura o los que padecen las consecuencias de la guerra y el terrorismo y que, afortunadamente, en un Estado democrático los ciudadanos estamos protegidos contra las peores formas de crueldad: la tortura, la encarcelación arbitraria y el asesinato a manos de los agentes del Estado. Y aunque esto, desde luego, es un logro real que para sí quisieran muchos habitantes del planeta, existen otras formas de infligir daño y de provocar miedo en esos mismos regímenes democráticos contra los que conviene estar alerta.
El acoso, la humillación, el rechazo, la indiferencia o la falta de respeto y reconocimiento son también conductas crueles que pueden ser promovidas y justificadas por determinadas leyes, instituciones, representantes políticos, individuos o grupos sociales que con sus actos o con sus omisiones (la cobardía, recuerda Montaigne, puede hacernos también muy crueles) producen un daño moral y emocional como el que todavía hoy tienen que soportar las víctimas del terrorismo etarra. En este sentido, no olvidemos que determinados relatos, discursos y uso del lenguaje pueden ser también muy crueles.
No hay más que asomarse a las redes sociales. También la polarización que con tanta irresponsabilidad fomentan y practican nuestros políticos como si nada hubiesen aprendido de la historia, favorece un trato cruel entre las personas y nos separa emocionalmente a unos de otros. Asimismo, las grandes desigualdades económicas producen efectos parecidos: sé es mucho más cruel con los que no reconocemos como iguales, por ejemplo, con los refugiados y emigrantes que abandonan por necesidad sus lugares de origen para ser recibidos muchas veces a golpes y con insultos. El miedo es también miedo a los otros y por eso es insolidario.
Por último, el fenómeno tan extendido de la corrupción produce su propio maltrato y sus propios miedos, y hace aún más honda esa falta de confianza que cunde entre los ciudadanos que, avergonzados o asqueados de la política, se aíslan o se retiran a su mundo privado ahondando en esa mirada desesperanzada sobre el mundo.
Preocupados por esta situación, intelectuales de la talla de Michael Ignatieff se estén preguntando qué podemos hacer para contrarrestar aquellas emociones socialmente negativas. Cómo y dónde, en «tiempos oscuros», podemos encontrar consuelo y recuperar la esperanza. Porque si es cierto que una emoción se contrarresta con otra, la única emoción que puede enfrentarse al miedo sería precisamente la que provoca la esperanza. De modo que aparece ahora en la reflexión política contemporánea como una virtud necesaria para la acción, aunque el pensador canadiense, como buen liberal, transmite también una profunda melancolía.
Con parecido objetivo, pero ciertamente más optimista, la filósofa Marta Nussbaum, insiste en la necesidad de que a través de la filosofía, las humanidades y el arte entendido en su sentido más amplio, cultive la ciudadanía otras emociones necesarias como la empatía, la compasión e incluso el amor, porque a través de la literatura, el cine o el teatro, la imaginación nos hace partícipes del dolor de otros seres humanos que puede provocar en nosotros esa solidaridad moral que se coloca incluso por encima de las barreras nacionales contribuyendo así a una suerte de hospitalidad cosmopolita. Porque aquí no hay relativismo cultural que valga: nadie en su sano juicio quiere vivir con miedo y ser tratado cruelmente.
En última instancia, si una condición fundamental de la libertad es la ausencia del miedo político, la democracia liberal es y debe seguir siendo el sistema político más comprometido a la hora de eliminarlo o al menos de reducirlo, manteniendo y promoviendo un entorno seguro y predecible que garantice el respeto al Estado de derecho y que proteja las libertades y los derechos de los individuos. Pero aún es necesario algo más, porque la democracia liberal es también un conjunto de valores y principios heredados de lo mejor de la tradición occidental entre los que destaca «el deber general de humanidad» que obliga a estar siempre atentos y vigilantes frente a los abusos de los poderes públicos o a los de nuestros mismos conciudadanos, sin silenciar ni olvidar la crueldad que sufren o que han sufrido las víctimas en el pasado. Parafraseando a H. Arendt, se trata de preservar ese mínimo de humanidad en un mundo que a menudo se vuelve muy inhumano, y quizás para ello tengamos que asumir en estos tiempos que corren, que la esperanza, una de las virtudes teologales, deba convertirse también en una obligación cívica.
Paloma de la Nuez es profesora de Historia de las Ideas Políticas en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Artículo publicado en el diario ABC de España