OPINIÓN

La espada de Bolívar y el sable de Riego

por Emilio de Diego García Emilio de Diego García

Foto: RAÚL

El episodio joco-serio acaecido en torno a la espada de Bolívar pudo haber tenido ciertas coincidencias, aquí entre nosotros. En este caso, acerca del sable de Riego. Hace un par de años, al que se guarda en el Congreso de los Diputados, desaparecido al momento de la detención de su dueño, en septiembre de 1823, y repuesto en 1932 por donación de la familia de don Pío Valdivieso, tras haberlo adquirido en el Rastro, se sumaba al recibido por el Ayuntamiento de Oviedo, en 2010. Además, el mismo Riego contaba que en Andújar le habían regalado otro sable de honor, en 1822. Todo pudiera complicarse cuando al año próximo se rememore la muerte del hombre, convertido en su día en bandera del populismo.

Acerca de Rafael del Riego se han publicado innumerables escritos, tanto en los dominios de la historiografía como en el campo de la literatura, con juicios dispares, en cuanto a su inteligencia, carácter, cualidades políticas, … etc. Alcalá Galiano le tenía por engreído, prepotente y de corta inteligencia. Tampoco mereció gran estima intelectual y política de Pi y Margall, Galdós y otros. Ortega le consideraba una desventura como pensador. Incluso liberales exaltados de primera fila, confiaban en él por su amor a la libertad, pero dudaban seriamente de sus talentos políticos. Lo mismo pensaba Morayta, notable historiador del siglo XIX, republicano y masón que, en cuanto a su carácter, describió como puerilmente vanidoso, codicioso de aplausos y embriagado por el aura popular que personificaba en él la revolución. Charles Le Brun le acusaba de no haber sabido cumplir con su papel de héroe. No faltan los que, por el contrario, antes y ahora, ensalzan con entusiasmo las virtudes y capacidades de Riego en todos los órdenes.

No importa tanto el aprecio positivo o negativo del sujeto como la representación mitificada del personaje, pues la construcción de un mito trascendental resulta necesariamente asimétrica con la dimensión de su realidad. Triunfante al fin, el 7 de marzo de 1820, el movimiento liberal iniciado unas semanas antes, Riego quedó convertido en un símbolo. Volvió a imponerse entonces la Constitución de 1812, con solemne juramento universal. No como ahora, pues quien en ese acto usase cualquier protesta, reserva o indicación contraria al espíritu de la Constitución era declarado indigno de la condición de español, extrañándosele del reino y destituyéndosele de todos sus empleos, emolumentos y honores.

La libertad concebida como valor absoluto y la Constitución sacralizada («Constitución o muerte») llegaron a espantar no sólo a los reaccionarios («trágala, perro»), sino que también dividieron y enfrentaron a los propios liberales. Argüelles no tardó en calificar de desgraciada a aquella nación en la que se publicaba que el pueblo estaba autorizado para hacerse justicia a sí mismo. Y Martínez de la Rosa, por su parte, ante los continuos excesos, rechazaba la imagen de la libertad como una furiosa bacante recorriendo las calles en medio de alaridos y hechos violentos; «la veo –diría– la respeto y la adoro en la forma de una gran matrona que no se humilla ante el poder, que no se mancha ante el desorden».

Riego, convertido en sumo sacerdote de una situación marcada por las sociedades secretas, las tertulias patrióticas, la demagogia, la contraposición paralizante de las instituciones, el alboroto permanente, la violencia verbal y física, con la calle como última ratio, se desenvolvió entre el esperpento y la tragedia. Ya en 2020, se suscitaron varios sucesos llamativos a propósito del bicentenario del pronunciamiento que llevaría a restaurar la Constitución de 1812. No faltó quien calificó a don Rafael, con motivo de esa efeméride, como «una de las figuras más importantes de la historia de España»; lo cual sería, cuando menos, algo exagerado. Salvo que se tenga una estimación bastante reduccionista del pasado de nuestro país. Lo mismo cabría decir de la alocución del alcalde de Las Cabezas de San Juan, el 1 de enero del mismo 2020, declarando a su municipio la primera ciudad constitucional de España. Asegurando, de paso, que ahí había empezado nuestra Historia Contemporánea. Visto lo visto, conforme al último plan propuesto por el gobierno para el estudio de nuestra Historia, caben estos y otros desatinos.

El año próximo, con la rememoración de la ejecución de Riego, en plena lucha por el poder a cualquier precio, se corre el peligro de que el populismo y la demagogia manipulen el pasado una vez más, evocando el Trienio Liberal como uno de los momentos felices de nuestro devenir histórico, sin atender a su fatídico resultado. Pocas veces habremos dado ejemplos más evidentes de incapacidad para convivir en verdadera libertad y abordar los verdaderos problemas de un país, entonces y ahora, al borde de la bancarrota.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.

Artículo publicado en el diario La Razón de España