Yolanda Díaz y Pablo Iglesias / Archivo

Yolanda Díaz es Pablo Iglesias mejor peinada e Irene Montero con menos voces, como Sumar es la marca blanca de Podemos: las diferencias estéticas no dan para encontrar grandes diferencias entre la enésima facción de la izquierda radical que, con distintos nombres, ha ido arruinando la convivencia, la economía y las instituciones en España desde que en 2015 iniciaran su tormento con aquellos nefandos «Ayuntamientos del cambio» que lo fueron sólo del cambiazo.

Se hagan llamar confluencias, mareas o sumas; son el mismo proyecto regresivo y represivo que no ha funcionado en ningún lugar del mundo: no existe ni un país, en ningún momento de la historia, donde haya habido progreso si se ataca la propiedad privada, se antepone el Estado a la empresa y se invade hasta el último reducto de la conciencia, la libertad y el credo individuales para fabricar ciudadanos adaptados a un canon monocolor.

El enfrentamiento caníbal que ahora escenifican todas las tribus antisistema no obedece a diferencias sustantivas en sus recetas ni en sus intenciones, sino al prosaico reparto de las prebendas del poder, menguantes en su caso: la posición en las listas, la capacidad de colocar a los propios, la aspiración a manejar un presupuesto público o la satisfacción de unas expectativas salariales muy por encima de las que, en la vida real, obtendrían nunca.

Podemos ha pasado de ser un estado de ánimo, vampirizado hábilmente por ese aprendiz de Lenin llamado Pablo Iglesias, a una vulgar ETT que apenas aspira a colocar a la Marquesa de Galapagar en un refugio público donde quepan cuatro o cinco como ella: si antes era una organización peligrosa, hoy es una vulgar SL de carácter estrictamente alimentario.

No mucho mejor sale en la fotografía Yolanda Díaz, que lleva toda la vida acompañada de los peores, con las ideas más nefastas, y armada con un piolet para ajusticiar a quienes primero la elevaron: comenzó con Beiras, el gallego que al lado de todos éstos es un gigante, y va a terminar con Iglesias, padrino de su promoción y víctima de su ambición.

En su camerino, que es como el de los Marx y cabe todo, aparecen caras conocidas que ayudan a entender lo que puede esperarse de su proyecto, tan innovador para hacer el bien como pudiera serlo un cartucho de dinamita.

Comparece con Ada Colau, Íñigo Errejón, Médica y Madre y Baldoví. Y al fondo, aunque se escondan esperando al mejor postor, también tienen un hueco Otegi, Junqueras y cualquiera de las zarrapastrosas siglas que han implantado en media España opciones cantonales, catetas, algo racistas y tan constructivas como un elefante borracho en una cacharrería.

El legado del PSOE, desde Zapatero hasta a Sánchez, va a ser desdibujar a un partido imprescindible en la Transición y, a la vez, dejar a España con olor a tigre. Quien tenga que abrir las ventanas, cuando se vayan los niños, va a tener que orear la habitación durante mucho tiempo.

Porque lo viejo no termina de morir y lo nuevo, eso de Sumar, es más antiguo que el hilo negro. Iban todos para casa común y su escombrera no la quieren ya ni los okupas de Barcelona: España, como todas las sociedades plurales, necesita una izquierda de Estado, seria, con líneas rojas, previsible en asuntos relevantes y capaz de gobernar con la decencia de la que ha carecido desde 2004. Cuanto antes se percate de ello, menos durará la larga travesía del desierto que tiene por delante.

Artículo publicado en el diario El Debate de España 


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