Después del horror de la Segunda Guerra Mundial y sus 60 millones de muertos, entre ellos los del Holocausto –particularmente inhumano, monstruoso- se pensó o se soñó que nunca más, nunca más, deberían suceder tales atentados contra la positividad humana. Como los autores mayores de esas demostraciones de las tendencias demoníacas del hombre no podían siquiera voltear a ver su pasado y los vencedores también sabían de sus capacidades destructivas y de la vastedad de la sangre por ellos derramada, se pensó que se había llegado a un punto de no retorno, a un límite de los émulos de Caín. En adelante quedaba crear los instrumentos para que nosotros todos, el homo sapiens, iniciáramos un camino de redención.
Sin duda, no bastaban los mea culpa o las promesas de sentimientos y razones. Cuántas veces los habíamos hecho en la historia para violarlos casi al unísono. En fin, la historia de la crueldad humana parecía consustancial a su naturaleza, como pensaba agudamente Freud. Había, pues, que crear instrumentos lo más consistentes e impersonales posibles para lograr atenuar esa violencia que mata y destruye. La solución, que no era del todo novedosa, algo había desde comienzos de siglo, era la constitución de un derecho internacional cada vez más vasto y sólido que buscara la paz y la armonía entre las naciones y consustancialmente edificar instituciones capaces de sustentarlo, ejecutarlo.
Por supuesto, todo ello tiene una historia compleja y accidentada que no vamos a tocar. Tan solo señalar que la ONU, las Naciones Unidas, es la más ambiciosa y la más eficaz edificación humana para la gerencia de la paz y la armonía en un mundo por naturaleza convulso, aquí o allá. Es igualmente difícil hacer un balance de lo que ella ha representado en los setenta y tantos años de su formación. Seguramente muchas cosas hubiesen sido peor sin su presencia, siempre limitada. Incluso, no puede obviarse que se han multiplicado no solo organismos sectoriales suyos, sino que han surgido numerosos otros instrumentos colectivos de toda naturaleza. La OEA entre nosotros americanos, verbigracia. Vivimos en un mundo pleno de entidades internacionales de distintos ámbitos y funciones. En pocas palabras un mundo que aspira, con y sin éxito, a racionalizar y legalizar sus relaciones entre naciones de todo tipo, tendientes a hacerlas funcionales y positivas.
Esto para decir que aun los mandatos de la ONU, para referirnos al mayor y más ambicioso organizador de nuestras pasiones, han sufrido crecientemente del desacato de varios de sus miembros. Hasta el punto de que su actual secretario general ha decretado una “era del caos”, ha dicho recientemente:“Hay gobiernos que ignoran y socavan los mismos principios del multilateralismo, sin rendir en absoluto cuentas. El Consejo de Seguridad, principal herramienta para la paz mundial, está estancado debido a las fisuras geopolíticas”. Las guerras se multiplican y no obedecen sino a su propia lógica, matar y destruir la obra humana. Se ha llegado a impedir entrar a países a las autoridades y funcionarios de la ONU; se desconocen abiertamente los mandatos de la organización, sin excusas siquiera. Y el Consejo de Seguridad, que claman por su transformación, por su democratización, traba, veta cada vez más las eventuales soluciones obvias a determinados conflictos. Un mundo con mermados límites legales y éticos, con la bomba nuclear sobre su cabeza y el derrape climático en la esquina de la historia. Es realmente un mundo bárbaro.
Para terminar, porque es lo nuestro, baste ver la actitud de nuestro gobierno que no sólo ha practicado el fraude electoral más inimaginable y se burla desafiante de una de las reacciones internacionales más amplias e intensas que haya conocido el continente.
La era del caos, del salvajismo transnacional, de la violencia y las guerras que se multiplican o se extienden. Un mundo de violencia de nuevo, tanático.