Los cuatro años de gobierno de Jair Bolsonaro dieron la falsa impresión (a buena parte de la opinión pública nacional e internacional) de que los males de Brasil se debían a su gestión y que su elección solo fue posible gracias a la operación Lava Jato que «criminalizó la política». Nada más lejos de la realidad.
Se tiene que reconocer que la «criminalización de la política» es un viejo tema en nuestro país y no comenzó con la operación Lava Jato. La participación política fuera del marco de las élites gobernantes nunca formó parte de nuestra vida cotidiana en Brasil como nación. Basta ver cómo, desde la independencia del país hasta 1964, la aparición de nuevos actores condujo a menudo a revoluciones y contrarrevoluciones, debido a la fragilidad de los canales de participación política.
Aunque, finalmente, en 1930 abrimos espacios para el protagonismo institucional de trabajadores y mujeres, el proceso de acomodación de los nuevos protagonistas se vio interrumpido por experiencias autoritarias —Estado Novo (1937-1945) y régimen militar (1964-1985)— que refundaron el sistema político en sentido contrario y reformaron la Constitución de tal manera que la democratización solo se alcanzó en 1985.
El régimen de amplia libertad y participación política surgió sin la consolidación previa de un sistema de competición política que hubiera educado a los ciudadanos para las disputas en la arena pública (cultura cívica), y sin el establecimiento de cauces virtuosos de participación accesibles a todos, por no hablar del marco legal cercenado por intereses coyunturales. Así, los nuevos protagonistas, muchos de ellos emigrantes del interior del país, engrosaron las periferias de las ciudades (metropolización) sin transformar la cultura del amiguismo con los detentadores del poder, la cual es oriunda de las zonas rurales (coronelismo).
El resultado de esa «ruralización de las ciudades» no pudo ser bueno. No obstante, sus implicaciones negativas para el proceso de democratización fueron ignoradas por el «optimismo de la voluntad» en nombre de la lucha por la redemocratización (1970-1980) y, por supuesto, por lo que implicaba como perspectiva de poder. La negativa a afrontar el asunto dura hasta hoy y las señales del problema se han vuelto ineludibles.
El “chaguismo” es un marcador importante para entender este fenómeno, ya que fue una especie de avant première de la peculiar forma de funcionamiento de la democracia brasileña, que se consolidaría posteriormente en el seno del PMDB (el principal partido de la transición democrática) luego de la implementación del Plan Cruzado (1986), cuando este partido eligió a 22 de los 23 gobernadores, a 38 de los 49 senadores en liza, y obtuvo la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados Federal con 260 diputados, cifras nunca igualadas por ningún otro partido.
Antonio Chagas Freitas fue un periodista y político que dominó, con un marcado estilo clientelista, la política del estado de Río de Janeiro entre 1970 y 1982, y llegó a ser gobernador de esta relevante entidad. Chagas Freitas consolidó su poder local en la antigua capital del país, pero sin oponerse efectivamente al régimen militar, y basó su acción política en el uso contundente de la máquina pública como máquina electoral y redujo el partido a un mero instrumento para la práctica de una política de favores. A pesar de la corta duración de su poder (12 años), sus prácticas se extendieron al PMDB y a los nuevos partidos surgidos después de 1979. El único que se distinguió en este panorama fue el Partido de los Trabajadores (PT).
El PT creció no solo favoreciendo el compromiso militante, sino también oponiéndose explícitamente a las prácticas “chaguistas” mediante la bandera de la «ética en la política», atrayendo votos de desafectos del PMDB, al tiempo que catalogaba al PSDB (partido que surgió de una división dentro del PMDB por disentir de su estilo “chaguista” de hacer política) como el «nuevo envoltorio del viejo sistema político» en descrédito.
Sin embargo, una vez en el poder (2002), el PT no tardó en darse cuenta de que la «ética en la política» tenía un alcance limitado en la opinión pública. De ser un poderoso trampolín para la conquista del poder, esta bandera pasaría a ser vista como un factor limitante para el pleno ejercicio del poder, lo que llevó a su sustitución por las banderas inclusivas del identitarismo y la lucha contra el hambre y la pobreza.
La nueva fórmula fue el éxito conocido hasta que la población comenzó a sentir el peso de la factura por pagar, debido al pacto de inclusión que fue puesto en práctica por un Estado despilfarrador e ineficiente. Sin una economía capaz de sostener los ingresos de los grupos de nivel superior, el repliegue a los servicios estatales en sectores delicados como la educación básica, la salud y la seguridad, también reveló a los nuevos sectores emergentes otro aspecto de la naturaleza del modelo de inclusión petista: igualar a la sociedad mediante la ampliación de la oferta de servicios públicos, pero sin mejorar la calidad. Pronto esta conciencia explotaría en las calles (2013), llevaría a la caída del PT (2016) y abriría espacio para una oposición de derecha radical en las elecciones de 2018.
El fracaso de Bolsonaro y el regreso de Luiz Inácio Lula da Silva al poder nos lleva inevitablemente a la pregunta: ¿seremos capaces de superar los tremendos desafíos que tenemos por delante con el sistema político empantanado en el limbo “chaguista”, que fue instalado en el corazón de los poderes centrales?
Hamilton Garcia de Lima es cientista político. Profesor de la Universidad Estatal del Norte Fluminense-UENF (Brasil). Doctor en Historia Contemporánea, por la Universidad Federal Fluminense (UFF), y magíster en Ciencia Política, por la Unicamp.
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