Aun antes de plantearse el asunto de salud pública que nos envuelve –el covid-19–, ya se hablaba del término de un ciclo de expansión y la previsible contracción de la actividad económica, con todos sus efectos sobre el consumo, la producción y el empleo. Hubo quienes sin embargo afirmaban que no había indicadores que pudiesen seriamente anticipar una tasa negativa de variación anual del PIB, por lo cual descartaban una severa disminución del ritmo ascendente de prosperidad que últimamente se venía registrando a nivel global. Ocurrió algo inesperado, la aparición de un cisne negro sobre los mercados financieros, tal como comentábamos en días pasados en este mismo espacio; y la pandemia desdoblada y acentuada de manera enteramente imprevista continúa teniendo enorme impacto sobre la economía mundial. Un hecho que sin duda tendrá sus consecuencias sobre la globalización establecida como proceso dinámico auspiciante de una creciente interdependencia, de una nueva concepción de las relaciones de intercambio entre las naciones, así como de la movilidad de las personas que circulan rutinariamente entre los cinco continentes.
El proceso globalizador, basado en la ampliación del comercio de bienes y servicios, así como la inversión de capital en el ámbito internacional, venía produciendo sus efectos favorables sobre el desarrollo de los pueblos, traduciéndose en prosperidad económica y un relativo mayor estado de bienestar para los seres humanos; una visión sin duda optimista de dicha corriente, a su vez contestada por quienes enfatizan los desequilibrios producto de asimetrías socioculturales y sobre todo económicas que acentúan la dicotomía existente entre países industrializados y en vías de desarrollo. Naturalmente, el proceso globalizador ha tenido el gran soporte de las tecnologías de la información y de la mayor y más eficiente movilidad de bienes transables y de personas a lo largo y ancho del planeta. Pero como veremos de seguidas, todo tiene su contrapartida.
China se había convertido por razones diversas en la gran fábrica del mundo, creando una enorme dependencia en numerosas economías de mayor o menor desarrollo en términos generales. Desde la industria automotriz, los componentes de sistemas informáticos, la electrónica, hasta los productos textiles y otros sectores manufactureros, mucho venía descansando en las potencialidades y aportaciones del gigante asiático. Para los exportadores de materias primas, China ha sido más que el gran comprador del mercado, el actor determinante en la fijación de los precios de muchas existencias. Lo que estamos viviendo en la hora actual obligará no solo a repensar y eventualmente replantear estas relaciones de intercambio, sino además elevará un nuevo tema de discusión sobre la agenda global: la necesidad de diversificar geográficamente aún más la producción industrial para de tal manera reducir la dependencia creada con China. Ya Estados Unidos había iniciado un curso de cambios en esa materia, que ha vuelto a fijar objetivos de desarrollo industrial en sus propios territorios y en áreas geográficas de influencia. A partir de lo que estamos viviendo, es probable que otras economías industrializadas tomen la misma senda. Ello obviamente sin descartar las relaciones con China; se tratará solamente de reducir la dependencia y el riesgo de una manera apreciable.
Pero hay más sobre este tema de tan inquietante actualidad. La industria del turismo y del entretenimiento, que moviliza ingentes recursos materiales e inmenso número de personas de un lado a otro con cada vez mayor eficiencia y accesibilidad para el ciudadano común, pudiera al menos por tiempo indeterminado, verse seriamente afectada por el impacto psicológico de la pandemia que ha registrado un número creciente de contagiados y fallecidos y ha paralizado a las economías industrializadas del mundo, tanto como a los países de menor desarrollo que igualmente sufren sus temibles consecuencias. Igual pudiera ocurrir con los eventos multitudinarios de mayor o menor tamaño reunidos en torno a líderes, artistas, conferencistas de relieve o designados para tratar temas diversos de interés sectorial.
Y aquí saltamos a una nueva preocupación: hoy se da por descontado que el impacto económico de la paralización de actividades en todos los sectores de ocupación desembocará en recesión global –obviamente, para cada país tendrá sus bemoles–. Enfrentaremos pues un decrecimiento de la economía mundial, una caída de la producción y del consumo y el consecuente deterioro de las condiciones de vida de la población, sobre todo de los menos favorecidos. Algunos analistas anticipan una depresión económica, es decir, una probable profundización de la recesión que traería consigo la quiebra de empresas e instituciones financieras de gran calado, la ruina de los mercados de valores, elevadas tasas de desempleo y el hundimiento del crédito.
Ahora bien, no solo nos parece temprano para adelantar conclusiones, sino que todo dependerá de la eficacia y acierto en la gestión de la crisis por parte de las autoridades monetarias y de los gobiernos en funciones, ante todo de los países que tienen mayor peso en la economía mundial; en esta materia, es de esperarse que siga habiendo coordinación entre los Bancos Centrales, incluso que se plantee la misma armonización entre los ministerios de finanzas. Y para ello no olvidemos que es mucho lo que se ha aprendido desde que ocurrió la Gran Depresión de 1930; como ha dicho Paul Krugman, en el mundo moderno, los seguros de depósitos y la rápida capacidad de respuesta de la Reserva Federal para proveer capital a las empresas e instituciones amenazadas, se supone que deben prevenir esas situaciones. También se dispone de mayor experiencia y conocimiento para atender adecuadamente los temas de la demanda agregada y de la oferta de bienes y servicios; a ello se añadirían los paliativos para quienes se vean afectados por la caída del empleo. No es posible medir a estas alturas el efecto de las medidas hasta ahora tomadas y de aquellas que se han anunciado –el Plan de Reactivación Económica de 2,2 billones de dólares propuesto por la Casa Blanca y aprobado por el Congreso norteamericano–. Sin soslayar que el mismo Krugman advirtió similitudes entre la crisis de 2008 y aquellas que se vivieron en las primeras décadas del siglo XX, para lo cual sugirió correcciones a las políticas que podían encauzar la economía a tal reincidencia. A fin de cuentas, no sabemos cómo terminará todo esto.
Dicho todo lo anterior, no podemos tener ninguna duda que la economía mundial será distinta después del covid-19, del mismo modo que en su momento cambió como consecuencia de la Gran Depresión de 1930.
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