Constantemente nos interrogamos sobre las causas por las cuales un país tan rico como el nuestro, que llegó a tener el ingreso per cápita más alto de América Latina y uno de los mayores del mundo, se encuentra actualmente en uno de los niveles más bajos de una y del otro. Sobre el particular damos muchas explicaciones especialmente vinculadas con la política y hacemos pocas referencias a la economía. Pero las dos son igualmente importantes. En realidad, ambas están íntimamente vinculadas y se determinan mutuamente.
Viene al pelo la expresión que sirve de título a este artículo, la cual fue una ocurrencia del estratega James Carville en 1992 en la campaña electoral de Bill Clinton contra George W. Bush (padre), a quien derrotó pese a que este último tenía inicialmente 90% de aceptación entre los votantes (un récord histórico). La frase, que era una simple anotación en un cartel con apuntes para memorizar, se convirtió en el lema de la campaña de Clinton y dicen que fue decisiva en su triunfo.
Venezuela ingresó al siglo XX en condiciones deplorables. Venía de casi cien años de guerras, entre ellas la de Independencia, la más larga y sangrienta de América Latina, y la de la Federación, cinco años de muerte y destrucción, además de innumerables revoluciones, levantamientos, golpes de Estado, etc. El país era, según Antonio Guzmán Blanco, “un cuero seco que cuando se pisa por un lado se levanta por el otro.” Pero era además un país totalmente arruinado y despoblado, con escasos ingresos fiscales derivados de muy pocos productos de exportación. Pero la riqueza llegó rápidamente con el petróleo. Para 1929 Venezuela era el primer país exportador y el segundo productor de crudo del mundo.
De esa fecha hasta 1978, durante cincuenta años, Venezuela mantuvo un crecimiento paulatino y constante que la transformó completamente. La población se multiplicó varias veces, las ciudades crecieron vertiginosamente y el campo se despobló. El producto interno bruto (PIB) creció enormemente, situándose entre los más altos de la región y del mundo. La participación del Estado en las ganancias de la industria petrolera, en manos de empresas norteamericanas, fue aumentando poco a poco hasta sobrepasar el 50% (el famoso fifty-fifty). Por último, se produjo la nacionalización total de la industria en 1976 y se creó la empresa nacional Petróleos de Venezuela S.A. (Pdvsa), que llegó a ser una de las más grandes del mundo y un modelo de buen funcionamiento y productividad.
Hasta aquí, pese a que el petróleo no se sembró, podemos decir que la economía venezolana fue bien llevada, con moderación, conservadoramente, controlando el gasto público y el presupuesto, sin altibajos, con una buena política monetaria y con un buen control del bolívar por parte del Banco Central. La economía venezolana funcionaba como una caja de conversión: tantos bolívares producidos como dólares ingresados en las arcas nacionales. El valor del bolívar con respecto al dólar (3,30 primero y luego 4,30) se mantuvo inalterable durante décadas. La inflación era una palabra desconocida. ¿Qué fue entonces lo que trastornó a ese sistema tan estable y eficiente?
Una intoxicación monetaria. La súbita subida de los precios petroleros en la década de los años setenta, como resultado de las medidas unilaterales de los países productores del golfo Pérsico, multiplicó varias veces los ingresos fiscales de la nación e inflaron enormemente el gasto público. El Estado benefactor, paternalista y dadivoso asumió compromisos sociales que solo podían sostenerse con precios petroleros muy altos. A finales de la década de los setenta los precios comenzaron a bajar y se produjo el conocido viernes negro en febrero de 1983, cuando el poder adquisitivo del bolívar inició una caída brutal que aún persiste. El presupuesto nacional se hizo crónicamente deficitario. De allí en adelante la economía venezolana ha estado sin control. De aquella cruel experiencia no se aprendió nada. Cuando en 2004 los precios comenzaron a subir nuevamente, en proporción mucho mayor que antes, hicimos lo mismo pero a escala monumental, expropiando empresas y haciendas, regalando dinero a dos manos, creando programas sociales de todo tipo, exprimiendo a la industria petrolera y aniquilando su meritocracia, robando y gastando como nunca. El BCV quedó solo para fabricar billetes. Cuando terminó la bonanza a fines de 2014, estábamos arruinados y endeudados hasta la coronilla. Entonces, ¿no es la economía, estúpido, la que nos ha conducido a este infierno?
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