Hay que repetirlo una y mil veces más: «izquierda» y «derecha» son solo eufemismos que, junto con otras particulares denominaciones como «nacionalsocialismo» o «socialismo del siglo XXI», han servido para enmascarar una y otra vez el atávico resurgimiento de los mismos males. De ahí que las generalizadas creencias en «democracias» de izquierda y de derecha en este convulso final de la segunda década de una centuria que comenzó vislumbrándose como el inicio de la era de la definitiva conquista humana de la libertad, y la aceptación de tales ideas como dogmas de fe, son evidencias de un «distópico» devenir del que únicamente algunos parecen haberse percatado.
Por supuesto, no sorprende, porque es el lógico resultado de la usurpación del lenguaje de la diversidad, ese que tanto estimula la búsqueda de la autoafirmación en un mundo globalizante, para su solapado y perverso empleo en una labor de homogeneización, a muy largo plazo, que poco a poco ha ido sustituyendo la noción de «globalización» en cuanto procura de la universalización de valores —y oportunidades— propicios para el logro de la total expansión de las libertades de todos en todas partes y, por consiguiente, de la diversidad dentro de un contexto global de auténtico desarrollo.
Así, en tanto categorías como «centro» validan esos dogmas y mantienen inamovibles los pesados velos con los que se oculta la unicidad de la aún imperfecta democracia, o en otras palabras, el gran mérito que Churchill supo reconocer en ella y que la hace superior a los «otros» sistemas que en las sombras la antagonizan como unívocas manifestaciones de una misma realidad, esto es, su naturaleza menos imperfecta que la de la única alternativa —la constricción de libertades—, el imperio de la justicia de cien mil años (!) permanece cautivo en el vientre de su «globalizada» madre y el impostor que con una mano lo mantiene allí estrangulado no cesa de mudar con la otra los «atractivos» rostros con los que aquí y allá, según la conveniencia del momento, consigue fecundar ideas en apariencia disímiles pero solo contrarias en el fondo a esa democracia a la que ha arrebatado sus ropajes, para hacer con estos más convincentes sus miméticas formas, y de la que abusa en miríadas de escenarios frente a distraídas multitudes que no son ya capaces de reconocerla en ese estado de ajada y sangrante desnudez.
A nadie, o salvo quizás a pocos parias de la globalmente fragmentada aldea, una sola fibra mueve tan obsceno ultraje, y esa sistematizada violación, ora aderezada allá con el destemplado grito de «¡Justicia social!», ora aquí con el de «¡Lo nuestro, solo para nosotros!», no para de cosechar ovaciones y likes. Y mientras ello ocurre, inadvertidas marionetas del siempre redivivo comediante, devenidas en agentes políticos, no logran ver que aquellos supuestos matices que han constituido en colores de «sus» banderas no son más que los seudofilosóficos trocitos de un inacabable confeti para moderados (!), elaborado por aquel con los variopintos pliegos de sus extensas falacias, que perpetúan unas circunstancias favorables para la reiterada puesta en escena de su misma infamia.
De esta manera se ha contribuido al desarrollado de una colectiva discapacidad de la razón que mantiene a Escila y a Caribdis como insalvables escollos en el artificial mar de la «moderación», que en tal minusvalía se confunde con el libre océano de la verdadera democracia, y que permite ver como única ruta de «escape» el extremo del canal que conduce a la isla del totalitarismo.
Pero la metaforización no es ya necesaria para alertar sobre este problema tras los más sustantivos problemas o entenderlo, porque cuando políticos como Hillary Clinton, verbigracia, se muestran dispuestos a apoyar a oscuros personajes como Sanders por la generalizada incapacidad en los homogeneizados fragmentos de la sociedad global para la construcción de la opción auténticamente democrática, la distopía, transformada ya en realidad presente, manotea con descaro en los rostros de quienes no han reparado en ella.
Claro que esto no implica que la salud de la razón no pueda recobrarse y verse así que las que se han tomado por alternativas son solo los camuflajes del mismo estado de cosas, ni que sean inexistentes los modos y los medios para destruir la capacidad de reviviscencia del vil comediante y para impedir, o ponerle fin, a sus irrupciones en la escena mundial con nuevos nombres pero con el mismo afán destructivo que siempre lo ha caracterizado, como cuando se conoció como Lenin o Hitler, como Franco o Fidel, como Milosevic o Chávez, y pare usted de contar.
@MiguelCardozoM