OPINIÓN

La diplomacia revolucionaria

por César Pérez Vivas César Pérez Vivas

Yván Gil, canciller del gobierno de Maduro

 

La palabra de Nicolás Maduro se ha devaluado dramáticamente no solo en el seno de nuestra sociedad, donde ya nadie le cree nada, sino en la comunidad internacional donde los principales actores perdieron toda la confianza que en el pasado heredó el difunto Hugo Chávez.

Cuando una persona, en general, y sobre todo un político en particular, pierde la confianza y la credibilidad resulta casi imposible recuperarla. Los venezolanos conocemos muy bien al personaje. Sabemos de su perversa inclinación a mentir y a manipular las realidades. Tal comportamiento revela un vacío espiritual y una carencia moral que lo lleva a otros niveles en la lucha política.

Ahora lo están conociendo los factores de la comunidad internacional, pero muy especialmente sus aliados que durante años creyeron el discurso del antiimperialismo, del nacionalismo, de la democracia participativa y protagónica y sobre todo de “la revolución pacífica” para establecer “un mundo multipolar”. 

Los hechos lo han dejado al descubierto. Maduro y su camarilla constituyen un referente político representativo de la mentira, la corrupción, la represión y la muerte. Un actor del cual todos los sectores de la comunidad democrática mundial toman distancia.

La reciente cumbre del movimiento de los BRICS lo ha expuesto de forma más que contundente. Su presencia marginal en esa reunión, el rechazo a admitirlo no solo como integrante del grupo, sino su penoso recorrido por los pasillos del centro de convenciones, sin poder acceder a las sesiones de la conferencia, constituyen una demostración de que su credibilidad está totalmente arruinada. 

Como todo personaje caracterizado por la soberbia, la ignorancia y la ausencia de valores, la culpa de su situación la tienen otras personas, para nada hacen una reflexión respecto de su comportamiento. Para nada admiten un comportamiento necesario de corregir, mucho menos un plan para rescatar credibilidad y respeto. 

Maduro y su perverso entorno han apelado a la confrontación con el presidente de Brasil, con su Cancillería y con el resto del liderazgo de ese gran país para justificar su descalabro. Ha terminado insultando a los dos grandes factores del liderazgo brasileño: a Lula y Bolsonaro. Ambos son agredidos y descalificados desde las trincheras políticas y mediáticas de Miraflores.

Como lo ha señalado el excanciller Celso Amorim, “se perdió la confianza”. La Cancillería brasileña en un comunicado hecho público el pasado viernes expresó: “El gobierno brasileño constata con sorpresa el tono ofensivo adoptado por manifestaciones de autoridades venezolanas con relación a Brasil y sus símbolos nacionales». Esta declaración revela de cuerpo entero una característica relevante del chavomadurismo: “el tono ofensivo”. 

Y es que esta corriente política ha hecho de la ofensa su política. Su discurso, su palabra está cargada de agresiones verbales para quienes piensan diferente. En el orden interno saltan de inmediato a insultar a quien disienta o se atreva a cuestionar su comportamiento o sus ideas. De la agresión verbal saltan a la agresión física, a la represión, la cárcel o la muerte.  Por supuesto, con nosotros los ciudadanos indefensos, les resulta fácil ensañarse, perseguirnos, cercenar nuestros derechos fundamentales.

Donde la situación se torna diferente es cuando tienen que enfrentar las diferencias con poderes superiores a los que ellos manejan. Allí el insulto y la descalificación constituyen la base de su discurso y de su comportamiento. Por supuesto que saben que si pasan de ahí las consecuencias son más gravosas. Por eso a países como Estados Unidos le aplican la retórica de la descalificación, pero saben que no pueden pasar a otros niveles. Igual les va a pasar con Brasil.

Lamentablemente para nuestra Venezuela ese comportamiento pendenciero que ha caracterizado al chavomadurismo nos ha convertido en una nación aislada. La presunción de superioridad política con su discurso “revolucionario” nos ha confrontado con Estados Unidos, Europa y buena parte de América Latina. La instauración de la dictadura con todas sus consecuencias ha generado cuestionamientos, sanciones y ruptura de relaciones diplomáticas y consulares. Todo eso, por supuesto, nos ha aislado como país. Solo hay que visitar nuestro ya obsoleto aeropuerto de Maiquetía para ver su soledad, y compararlo con los de las demás capitales latinoamericanas para apreciar hasta dónde ha llegado ese aislamiento.

Ahora, la situación se agrava con la confrontación con Brasil y con la que viene escalando con Colombia. La semana anterior visitó el hermano país el canciller madurista. La postura del gobierno colombiano de no reconocer a Maduro como presidente legítimo hasta que no demuestre las actas que lo acreditan como ganador de la elección, ha generado otra andanada de insultos y descalificaciones por la parte de la camarilla socialista, ahora contra Petro y contra todo el liderazgo de Colombia, parte del cual, por ejemplo, el expresidente Uribe ha recibido desde Miraflores todo tipo de insultos.

Asistimos a un momento político en el cual la diplomacia del régimen madurista es el insulto y la descalificación de todos los países del hemisferio occidental. La dictadura solo se siente cómoda con sus pares del autoritarismo, vale decir con Cuba, Nicaragua, Rusia, Bielorrusia y con cuanto dictador aparezca en el contexto internacional. Con el mundo libre y democrático, con la civilización occidental no hay posibilidad alguna de relación respetuosa. Y no la hay porque no hay legitimidad, ni legalidad. Al reclamársele a Maduro apego a los valores de la democracia y respeto a los derechos humanos la respuesta es el insulto y la ofensa. 

Saltan con la decimonónica y agotada teoría de “la no injerencia” en los asuntos internos. Por lo visto la camarilla roja no ha entendido que, en el mundo de hoy, los derechos humanos, entre ellos el derecho a la democracia, constituyen preceptos que van más allá de la soberanía, y que frente a su violación hay doctrina dominante de protección a las víctimas de esos abusos. En nombre de la soberanía y de la no injerencia en los asuntos internos no se pueden cometer delitos de lesa humanidad, confiscar la democracia e imponer una dictadura. Para protegerse del reclamo de los países y organismos de la comunidad internacional apelan al insulto y descalificación de los países y de las personas que exigen transparencia y apego a los tratados internacionales establecidos, precisamente, para garantizar la vigilancia de esos valores.

Al apreciar el nivel de aislamiento a que ha llegado Maduro, al verificar que su palabra ya no es creíble ni por sus antiguos aliados, concluimos en la urgencia de su salida del poder. Ya la nación venezolana lo decidió de forma abrumadoramente mayoritaria. Su empeño en permanecer en el poder de forma ilegal e ilegítima hará inviable su gobierno y tendrá finalmente que abandonarlo. Corresponderá a la democracia restablecer las relaciones con el mundo civilizado y volver a darle valor a la palabra de la nación venezolana.