La enseñanza de la que se nutre la cultura occidental judeocristiana, alcanzando sus momentos de renovada eclosión con las grandes revoluciones de los siglos XVIII y XIX –me refiero a la americana, la francesa y la gaditana de 1812– y que se mineraliza en las Naciones Unidas luego del Holocausto, en 1945, dice bien que “la dignidad de la persona es la base de una visión moral para la sociedad”.
Es esa dignidad, en efecto, la línea que divide y obliga como civilización, y permite a la justicia realizarse como signo inexcusable de la paz social y entre los Estados. Es, todavía más, “el fundamento de todos nuestros principios”, pues a la misma justicia solo se la puede entender en Occidente como la ecuación que conjuga en favor de la persona humana y su libertad: pro homine et libertatis.
¿Cómo describir o discernir de un modo concreto la dignidad humana a partir de su opuesto, el mal absoluto, dentro del mundo contemporáneo? En otras palabras, ¿cómo podemos identificar las realidades que son tributarias de la negación de la persona y de la humanidad exigiendo de su condena universal?
Arturo Ardao (1980) señala que “el hombre ostenta aquella interior dignidad que le viene no de ser un hombre, sino de tener la dignidad de un hombre», sea varón, sea mujer. El magisterio precisa que “por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad; y además tienen la obligación moral de buscarla…”. Pero los hombres, agrega esta misma fuente, “no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica, al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa”.
De modo que, buscar la verdad en libertad, de suyo discernir entre estas premisas y sus opuestos: la mentira, como régimen opresivo que sincretiza la legalidad con la ilegalidad difuminando sus fronteras y construyendo verdades simuladas, o el cinismo, como la cara monstruosa de la realidad y de quienes explotan las carencias humanas para someter a las personas, sólo es posible o se concreta observando a la humanidad de las víctimas sufrientes. Aislarse en la consideración filosófica de la cuestión es un error, pues siendo ella premisa indispensable para ordenar los principios, puede conducir hacia la ingenuidad, que es la desfiguración del sentido de los ideales.
La presidenta de la Misión Internacional Independiente de la ONU que investiga a Venezuela, ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha informado recientemente que hubo elecciones parlamentarias “injustas y carentes de libertad”; que “la represión continúa, por tanto, contra las personas percibidas como enemigos internos”, al punto de que, en el curso del año, ya se cuentan 110 casos de detenciones arbitrarias “contra disidentes políticos y militares”.
El concepto del “enemigo interno” abarca, según la presidenta, Marta Valiñas, de Portugal, a “las personas y organizaciones no gubernamentales dedicadas a labores humanitarias y de derechos humanos”; de consiguiente se está deteniendo a quienes comparten información o critican “la respuesta del gobierno [venezolano] a la pandemia” del COVID-19.
Lo que es más protuberante y mejor proyecta a ese Cristo viviente que son los venezolanos –excluidos sus victimarios tácitos o expresos– es el haberse “identificado más de 200 asesinatos, ejecuciones extrajudiciales” realizadas por las policías en colusión con “grupos armados civiles y guerrilleros”. Y destaca la presencia de “jueces del horror”: “el poder judicial ha contribuido a perpetuar la impunidad”, reza el informe.
En su actualización, presentada ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el informe reseña las torturas y otros tratos crueles continuados en los centros de inteligencia militar y civil y, asimismo, que “el presidente Maduro… y su gobierno siguen tergiversando la gravedad de la situación y negando toda transgresión”. En sus conclusiones, dice que “estas violaciones se cometieron a gran escala y constituyeron crímenes de lesa humanidad”. Nada menos.
Durante el debate suscitado en Ginebra, la dirigente venezolana María Corina Machado, a nombre de UN Watch, declaró que se trata de “un país sin ley donde la vida no vale nada, una sociedad que vive bajo el terror de un Estado criminal que tortura, desaparece [personas] y persigue”. Advirtió sobre la “acción sistemática de un Estado mafioso dispuesto a sostener el poder al costo que sea”. Y le preguntó a la ONU y a su Consejo sobre cuántos muertos más hacen falta para que actúen. ¿No son suficientes los 6 millones de migrantes y desplazados?, insistió.
La somnolencia de la burocracia diplomática en la ONU desapareció al instante de verse interpelados: ¿Para que existe este Consejo, para escuchar a tiranos y criminales o para escuchar a las víctimas? “Es una vergüenza que el régimen venezolano acusado de crímenes de lesa humanidad sea parte de este Consejo”, concluyó Machado.
El vicepresidente del Consejo de Derechos Humanos, representante del régimen “autoritario” de Sudán, no se hizo esperar: “Voy a pedir a las delegaciones que traten las cuestiones de derechos humanos con dignidad… y que al referirse a los países eviten utilizar palabras como las que acabamos de escuchar”.
En la actual Naciones Unidas, caricatura de la entidad que nació anclada sobre el respeto a la dignidad de la persona humana, poseen dignidad inalienable los Estados y sus gobernantes, los victimarios. Se explica así, por extensión, que en su última declaración el Grupo Internacional de Contacto que dirige el canciller europeo, Josep Borrell, pida unidad a los opositores venezolanos y negociar de buena fe con sus victimarios, para que tengan elecciones lo más pronto posible. Los crímenes de lesa humanidad atribuidos al régimen de Nicolás Maduro, por lo visto, son peccata minuta.
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