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La dictadura del miedo

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Las paredes tienen oídos, me advertían en mi casa. En mi mente de niño, me daba por fantasear cómo podían ser los oídos de una pared. No entendía bien lo que pasaba, sólo sabía que no debía hablar mucho, ni menos repetir lo que escuchaba en las conversaciones de la mesa o en las reuniones que mi padre tenía en nuestra sala.

El cuido se incrementaba cuando viajábamos por los pueblos andinos, y había entonces encuentros en las farmacias, o incluso en Colombia, donde alguna vez fuimos a visitar al primo don Mario, quien estaba exilado. Otras veces me permitían saludar y luego me cerraban la puerta. Y mi madre me explicaba de nuevo la historia de las paredes con oídos.

Eran los tiempos de Pérez Jiménez y mi padre actuaba como correo del partido. Su trabajo de visitador médico le permitía desplazarse por la carretera trasandina sin despertar sospechas. Aunque había participado desde la fundación de Acción Democrática, no era un líder ni nada por el estilo. Era uno más que apoyaba la causa de la libertad. Pero el miedo estaba presente por doquier, pues esa es la naturaleza de las dictaduras.

Los años han pasado y las dictaduras han perfeccionado sus técnicas y afilado sus armas. Se han vuelto más crueles y más sutiles, pero siguen sustentando su poder en el miedo que logran provocar en los ciudadanos (Linz, 1975). En todos, en sus enemigos por supuesto, pero también en los indiferentes y en su propios amigos, pues quieren ahuyentarles las dudas y las malas ideas, y que un día se puedan convertir en enemigos.

Para que el miedo pueda cumplir su función social es necesario fragilizar a las personas, hacerlas vulnerables y dependientes. Es necesario infantilizarlas, pues de ese modo se les devuelve a una fase primera de la vida, cuando todos necesitaban un protector, un padre o una madre que les alimentara y defendiera de los enemigos externos que podían atentar contra sus vidas. Un adulto fuerte y sano, con capacidad para garantizarse su sustento con su trabajo y consciente de unas leyes que le otorgan derechos, no es fácilmente víctima del miedo. Es un rebelde potencial, es un ciudadano libre. Por eso, para las dictaduras es vital quitarle las fuentes que le dan sustento a su autonomía.

El proceso de infantilizar a una población, para someterla, se funda en acciones que inducen miedos específicos. Pero su verdadero propósito es construir miedos difusos. Las coacciones específicas tienen un propósito general: construir lo que Martha Nussbaum (2018) llama la monarquía del miedo. Un gobierno que puede apelar a los temores más profundos y básicos de las personas para doblegarlas ejerce una dominación sin reconocimiento ni legitimidad.

Esta caracterización del miedo va más allá de la acción policial. No está restringida a las faenas de represión que ejercen los organismos de seguridad contra los opositores políticos, tal como ocurrió en décadas pasadas durante las dictaduras militares del Cono Sur. Ese factor es importante, sin duda, pero no es único. La violencia policial introduce un miedo específico y nada despreciable, pues es la amenaza a la integridad física, a la vida. Pero la dictadura requiere que el miedo sea general y difuso. Por eso la tarea de infantilizar y llevar a la población al estado de vulnerabilidad requiere otros afanes y dimensiones.

La alimentación es fundamental para que exista seguridad en el funcionamiento de las sociedades. El acceso a los alimentos es una tarea prioritaria para todas las poblaciones vivas, humanas y animales. La búsqueda de fuentes de alimentación constituye el esfuerzo central de las sociedades, y la antropología ha mostrado cómo la competencia por las proteínas ha sido y es fuente de conflictos entre las poblaciones (Harris, 1984). También ha sido esencial el acceso al agua, por eso las urbes se asentaron a la vera de los ríos y, cuando escaseaba el líquido, desarrollaron grandes obras de ingeniería para el traslado de agua desde lugares distantes: acueductos de los romanos o de los incas. La gente ha intentado siempre garantizar un acceso seguro al agua (Swain, 2015). Su importancia es tal que en las guerras, cuando se quería debilitar al enemigo, se le cortaba el acceso al agua o se contaminaban sus fuentes. Se han desatado verdaderas guerras por el agua (Del Giacco y otros, 2017). Del mismo modo, se les vetaba el acceso a la leña, con la cual pudieran cocinar, o a la sal, con la cual podían conservar los alimentos antes de la aparición de los refrigeradores.

Para que la dictadura del miedo se imponga es necesario que todas esas dimensiones de la vida sean fragilizadas y que su protección o provisión se vuelva dependiente de «otro». Si la gente tiene un trabajo que le permite alimentarse, y conseguir agua, leña y sal, ¿para qué necesitaría del «otro»?

El proceso social de Venezuela en este siglo ha sido una pérdida continua de esas fortalezas y una utilización de amenazas específicas para fundar un miedo general. La ausencia de alimentos, las fallas en los servicios públicos de agua y electricidad, o de Internet, así como la destrucción del empleo privado o del trabajo por cuenta propia, forman parte de esta dinámica del miedo.

Si en los estantes de las tiendas, abastos y supermercados escasea la comida, o si los productos que se consiguen no pueden ser adquiridos con el sueldo que se gana, las familias se sienten extremadamente vulnerables. “¿Qué vamos a comer mañana?”, se preguntan con angustia. Si pasan las semanas y no logran comprar las bombonas del gas doméstico, se miran y dicen: “¿Cómo vamos a cocinar?”, “¿y cuándo llegará el agua?” y “¿será que nos van a cortar la luz?”.

Cuando las personas en el exterior ven en las noticias esas situaciones cotidianas que se padecen en Venezuela se preguntan ¿por qué no se rebelan? Pues porque se sienten frágiles y para protestar hay que tener fortaleza. No tienen fuerza ni tiempo para algo más. Están desasistidos, infantilizados y requieren de un padre protector que les alivie sus carencias y les ofrezca consuelo a sus temores. Y entonces aparece la caja CLAP y el bono tal o cual. ¿Son tontos? ¡No! Simplemente tienen su vida en un hilo. Están bajo la amenaza del hambre, la sed, la oscuridad. Tienen miedo de todo.

Durante la primera década del siglo la delincuencia y la violencia crecieron ante la mirada indiferente del gobierno. Fueron los años con más riqueza recibida y distribuida, y más homicidios (Briceño-León, 2017). La población tenía miedo. En la segunda década del siglo, el gobierno se dispuso a perseguir y «dar de baja» a los presuntos delincuentes. Los elimina en sus casas, sin juicio ni mesura porque dicen que se resisten a la autoridad. La población siguió con miedo. Miedo a los delincuentes y miedo a los policías y militares.

Pero era necesario convertirlo en un miedo más general. Entre los años 2016 y 2020 cayeron muertos a manos de la policía 27.856 venezolanos, quienes supuestamente se resistieron a la autoridad. Quince personas cada día. Lo singular, es que en esos años las muertes por la policía crecieron, mientras que las cometidas por los delincuentes disminuían. En el año 2016, por cada 100 personas asesinadas por los delincuentes, fallecieron 28 a manos de la policía; en el año 2020 la relación fue de 101, es decir, la policía mató más personas que los delincuentes. Eso no tiene una explicación racional como política de seguridad ciudadana, Su propósito es otro, es intimidar y paralizar a la población. Y ha funcionado, las personas tienen miedo de la acción azarosa y cruel de los encapuchados, quienes llegan vestidos de negro y con el símbolo de la calavera en su pechera e identificaciones. “¡Llegó la muerte!”, alardean ellos al entrar en los barrios.

La dictadura del miedo se construye mediante procesos perversos de desatención y falta de cuido. Una fuente muy importante de autonomía de los individuos es su empleo. Quienes hemos estudiado el desempleo sabemos la tragedia personal que significa para las familias y las comunidades la pérdida individual o colectiva de los empleos, y la inmensa desnudez social que provoca en las personas. Lo dramático en Venezuela es que ese mismo efecto lo están viviendo quienes están empleados. ¿Qué puede comprar un trabajador con un sueldo mínimo o con dos o cuatro sueldos mínimos? El empleo perdió su función social en Venezuela. Quien no tiene empleo siente miedo, pero el gobierno sale en su ayuda y ofrece unos bonos. Ahora bien, los bonos no son seguros, nada es seguro, todo es arbitrario y confuso, incierto. Las ayudas dependen de «otros»; además, hay que llenar una encuesta que aparece al abrir la página del «sistema patria», para acceder al regalo, y cuidado con lo que contestas…

Algunos colegas y políticos opinan que la entrega de la caja CLAP a las familias mantiene sometida a la población. Yo no creo que sea así. La caja CLAP en sí misma no somete. Lo que somete es el miedo a no tenerla. Es la vulnerabilidad que sienten las personas que perdieron sus fuentes de autonomía, por una política deliberada y destructiva de sometimiento. Si una persona es autónoma, tiene empleo e ingresos que le permiten comprar sus alimentos, ¿por qué lo va a someter una caja de regalo? Esa persona la acepta y continúa su camino. Somete en cambio a quienes tienen miedo de perderla; pues, en su desnudez social, es lo único que les queda.

La dictadura del miedo se funda en el desamparo que provoca la inseguridad personal y la indefensión que ocasiona la carencia de alimentos, agua, luz, gasolina… Luego surgen los planes pomposos para liberar al pueblo de los delincuentes que la dictadura ha dejado prosperar, y también los de la alimentación soberana que antes le había quitado. Cuando la seguridad y la vida dependen de otros, como le ocurre al niño, el miedo se resume en perder los favores del dominador.

La democracia es algo diferente: es cooperación y reciprocidad. Es la libertad que se construye con la confianza en sí mismo y en el otro. Es la vida social regida por reglas predecibles y no por la incertidumbre. Es la autonomía de las personas, las familias y las colectividades, quienes ahuyentan los miedos sociales con su esfuerzo, con el apoyo mutuo y la colaboración de los otros.

Referencias

Briceño-León, R. (2017). ¿Qué enseña el fracaso en la reducción de homicidios en Venezuela? Revista CIDOB d’Afers Internationals, 116:53-76.

Del Giacco, L., Drusiani, R., Lucentini, L. y Murtas, S. (2017). Water as a weapon in ancient times: Considerations of tecnical and ethical aspects. Water Supply, 17 (5): 1490-1498.

Harris, M. (1984). Animal capture and Yanomamö warfare: Retrospective and new evidence. Journal of Anthropological Research, 40:183-201.

Linz, J. J. (1975). Totalitarian and authoritarian regimes. En F. I. Greenstein y N. Polsby (Eds.), Handbook of political science, Reading, Addison-Wesley. Pp 175-411

Nussbaum, M. C. (2018). The monarchy of fear. New York, Simon & Schuster.

Swain, A. (2015). Water Wars. En N. J. Smelser y P. B. Baltes (Eds.), International Encyclopedia of the Social & Behavioral Sciences, Elsevier. Pp 443-447

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