Es importante apagar el móvil. Es importante diferenciar nuestras aspiraciones, nuestras emociones y nuestra realidad. Debemos pararnos para recuperarnos, e ir más allá de lo que nos apetece o moviliza. Tenemos que volver a mirar nuestro entorno, buscando explicaciones que nos permitan actuar de forma adecuada. No puedo evitar en esto ser un realista crítico. Es la postura que mejor me permite intervenir en el ámbito de los servicios sociales y diseñar estrategias de inclusión social que partan de los actores implicados, co-diseñando con ellos la forma de afrontar su entorno existencial.
La realidad existe, puede ser conocida, influimos en ella, y nuestro acercamiento está condicionado por nuestro contexto y nuestra historia. El mundo que nos rodea tiene sus propias reglas, y debemos afrontarlo. Es verdad que los debates sobre la ciencia, la epistemología o la ética son complejos. Pero también es verdad que los demás están ahí, que la realidad es tozuda, que la naturaleza existe, y que nuestros hechos tienen consecuencias. Siempre he pensado que, porque alguien te diga que te quiere, no estás obligado a quererle, no estás en deuda, y por lo tanto no tienes que responder a sus sentimientos y emociones de la forma en la que te lo solicitan. Pueden decirte que te quieren a ti, que te quieren para algo, que debes querer y someterte a su criterio, claro. Pero, recuérdenlo siempre, tienen derecho a no querer. Quien no es correspondido puede sentirse ofendido, pero debería hacérselo mirar. No son solo mis sentimientos los que cuentan.
No es fácil abordar esto en nuestra sociedad aspiracional basada en las emociones, vinculada a la respuesta positiva de los otros (motor básico de nuestras plataformas digitales como Facebook, Instagram o TikTok). Un entorno inundado de sensaciones, un entorno inmersivo en el que nuestras emociones nos movilizan. Una cultura relativista, en la que la verdad parece algo imposible de conseguir. Sin racionalidad compartida, solo queda la lucha de intereses, la afirmación propia, mis sentimientos como criterio de verdad. Y así nos encontramos en sociedades del bienestar narcisistas, colapsadas por la polarización de grupos que solo se hablan a sí mismos y que estigmatizan a los contrarios. Siempre ha habido «intelectuales del régimen», y en las redes sociales se multiplican, cada uno en su intensa burbuja.
Pensémoslo por un momento, con cierto sentido del humor, recordando todas las veces que nos hemos equivocado, o todas las veces en las que nos han movilizado, todas las veces en las que han estimulado nuestras emociones sobre una falsa realidad, sobre un prejuicio, sobre el puro interés de otros que nos influyen para asegurar su poder. Hagamos silencio por un momento. Todos podemos reconocer que, aunque sintamos algo, no tiene por qué ser la verdad exterior, no siempre. De hecho, tenemos nuestros sesgos y nuestras limitaciones. Bien lo saben aquellos que nos conocen íntimamente (nuestros amigos o el buscador de Google) y nos ofrecen justo aquello que nos moviliza.
En una guerra, en una pandemia, en una operación a corazón abierto, en una herencia, en un conflicto con los demás, está claro que hay que ir más allá de las emociones e intentar analizar con criterio racional y científico lo que nos ocurre, incluidas las emociones. A cualquier adolescente (tenga 15 o 20 años) hay que decirle que la madurez comienza cuando gestionas los límites que te impone la realidad externa. Cuando asumes la naturaleza de las cosas y personas reconoces su orden interno y constatas que su comportamiento corresponde a su naturaleza (siguiendo a Marco Aurelio).
Pienso por un momento en el debate sobre la tala de árboles en Madrid, en mi calle, para construir una línea de metro. Podemos reducir el debate a la polarización metro sí o metro no, o izquierda o derecha, o ecologistas frente a vecinos que se mueven en metro… Este planteamiento puede movilizar a unos contra otros, y puede tener éxito, pero sigue sin ser eficaz para responder a los problemas que genera la tala de árboles, o el modelo de movilidad en la ciudad. Por el contrario, cuando evaluamos juntos la acción planeada se abre un espacio de racionalidad, y, al final, al menos en mi calle, se van a cortar menos árboles (aun así, una desgracia) de los previstos. Nuestras emociones nos pueden llevar a que los árboles lo sean todo para mí, y me niego a todo, o que para mí lo importante sea el transporte, y me de igual el entorno vegetal. La vida nos obliga a transaccionar, a llegar a acuerdos, y esto solo se puede hacer desde el análisis de la realidad. Por eso la ciencia, la razón, la filosofía, el pensamiento crítico, nos dan libertad. Y nos permite el encuentro con los demás desde su diversidad y desde su identidad.
No caer en la trampa
En el análisis de redes sociales se habla de cámaras eco, que no es otra cosa que ese grupo en internet en el que las personas están repitiendo siempre lo mismo y recibiendo el eco de su propio pensamiento, cerrándose al intercambio de opiniones, ideas o estilos de vida con otros grupos. Es algo muy propio de nuestra sociedad digital, como señala Davies en su libro «Estados nerviosos». Más allá de lo que se dice, lo importante es la pertenencia, la identidad al grupo y la exclusión de los otros. Y esto tiene que ver con una polarización emocional donde lo que cuenta ya no es el análisis detallado de la realidad y la prueba de los argumentos. Lo importante es cómo te sientes, que eres de los nuestros, y que lo que sientes lo identificas con la verdad. Por eso en el debate público se puede decir una cosa y la contraria, son solo cambios de opinión que no cuentan, porque lo que cuenta es la conexión emocional con los nuestros y el descarte de los otros. Lo que importa es que los otros no son dignos, son siempre descalificables, porque son reaccionarios, o porque son progresistas, en una descalificación global del otro. Esas descalificaciones y deslegitimaciones conllevan una dinámica de negación del otro donde la sensibilidad propia está a flor de piel y a los demás se les golpea con improperios sin pudor alguno, siempre acusándolos de violentos si nos responden.
La pandemia de la covid-19 ha puesto sobre la mesa que no podemos reducir la realidad a nuestras opiniones, que los virus existen más allá de nosotros, que los hechos tienen consecuencias y que la evaluación rigurosa y la racionalidad compartida nos permite afrontar el tiempo que nos toca vivir. Debemos revisar el sesgo de nuestras emociones cultivando herramientas para no caer en la trampa de las cámaras eco, de la polarización emocional y de aquellos que, descalificando al contrario, buscan afirmarse como única referencia posible en este mundo superdiverso en el que vivimos, garantizando con ello su impunidad (ya que los otros siempre son algo peor). Tenemos que ir más allá de la polarización instalada en nuestra convivencia: los demás son necesarios para nosotros, y nosotros para los demás.
En definitiva, para afrontar desde un divorcio a un nuevo empleo, o para trabajar juntos en el diseño de un modelo de transporte público, necesitamos compartir un espacio de racionalidad, un sistema de prueba y error basado en la competencia técnica, y un modelo de convivencia basado en los derechos humanos. Y merece la pena. Volvamos a la razón, ya que, como podría decir Marco Aurelio, gracias a la razón alcanzaremos la benevolencia, el mejor predictor de una democracia inclusiva.
Artículo publicado en el diario La Razón de España