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La dictadura de la mediocridad

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“No te juntes con un pendejo porque entonces ya serán dos”

Giorgio Salinas

Estar en medio de la nada es probablemente un espacio donde se aglutinan y fusionan entre si las mentes de poca estima. Si bien es cierto que no existe ninguna condición que determine que un ser humano sano sea un ser mentalmente reducido, no es menos cierto que por una infinidad de razones en la actualidad estamos condenados a patrones excesivamente mediocres. El acomodar nuestra opinión a intereses fútiles es un burdo atajo complaciente que satisface la pobreza de espíritu y acaba siendo el resultado de un erosionado criterio.  Todo individuo cuyo pensamiento es limitado y pusilánime es alguien que se erige tan notoriamente que es imposible ocultarse: los mediocres resaltan como elevados montes en una planicie. Quienes se someten a la novedad están privados de las condiciones para evolucionar, la rutina y el apego a una respuesta conductual están presentes en grupos sociales que han declinado en su razonamiento. Es alarmante como a la hora de definir una postura  no hay ímpetu ni interrogantes,  son fáciles imitadores de modelos que armonizan y unifican.

En la filosofía griega existió una apreciación no negativa de la mediocridad, para las mentes brillantes de Grecia era el punto de esa dulce medianía que acentuaba el equilibrio, por ejemplo: entre la cobardía y la temeridad encontramos la valentía, que expresa el término medio. Por desgracia, la mediocridad en las sociedades modernas es equidistante de lo que se conoció también en el entendimiento latino como la mediocridad dorada, el mediocre no lo es por estar en la medianía, es algo que previamente establece un modelaje de pensamiento que conlleva a proyectarnos como seres deficientes. La mediocridad es algo que se extiende socialmente con suprema facilidad y todo aquel que es mediocre está imposibilitado para ejercer un planteamiento de vida realmente eficiente y constructivo.

Indiferencia, imitación y fanatismo son tres estadios que configuran a una colectividad en la que la mediocridad ya es la condición de la mayoría. En el presente se han materializado tanto el desapego y le evasión como parte preponderante en los individuos, que cada vez es más frecuente que hombres y mujeres dejen a un lado el juicio crítico y que se posicione en ellos la apatía, el desinterés y la resultante anomía. El fanatismo es con toda seguridad la más corrosiva manifestación de la mediocridad, aquellas naciones que han visto hipotecadas la razón colectiva por el estruendoso fracaso del designio único, cuando la pluralidad de voces ha sido sustituida por una homogenización de la opinión y se ha producido una suplantación de la voluntad por lo dogmático de una creencia, ideología o proyecto; irremediablemente esta nación naufraga ya que todo progreso histórico y social debe estar sustentado con la estratificación de las diferencias como elemento de cohesión cultural.

Es alarmante cómo la conducta negativa cobra vigencia y se convierte en referencia para las nuevas generaciones, sociológicamente el poder de un individuo destacado se ve reflejado en sus congéneres. En el libro El hombre mediocre (1913) de José Ingenieros se plantea que el humano está condicionado a ser imitativo y que nos hace falta algo de originalidad y de promoción de nuestros principios para así desmarcarnos del conglomerado. En ese sentido, Martin Heidegger escribió al respecto “Elige a tu héroe” porque el verdadero problema no es la imitación sino a qué o a quién se imita, como por ejemplo, la exaltación de conductas vinculadas a la delincuencia. Lo vulgar y vacuo es la norma en la contemporaneidad, la elaboración de una imagen con características prescindibles es altamente apreciada  en todo ese universo representado en  las redes sociales, desplazando lo verdaderamente sustancial que se requiere de un líder o de alguien que marque dominio. Debemos restablecer la vehemencia de figuras que hagan contrapeso a la cada vez más nutrida comunidad de mediocres, que en el presente parecieran marcar el rumbo de la identidad. La imposición de la mediocridad como expresión social debe ser erradicada y es imperioso el desmantelar las estructuras que generan todo aquello que justifique lo alusivo al conformismo, a la mórbida postura que excusa aquello que no se corresponde con lo ético, con lo excelente y con lo noble.

La imposición de la flexibilidad automática y hegemónica, sumado a la  industrialización de la degeneración de la individualidad, conlleva a que  prive el actuar por encima del pensar.  Desde los lineamientos especulativos y las marcadas tendencias del consumo se ha sistematizado el atontamiento del ser humano, que nunca como ahora había estado tan supeditado a formar parte de un proceso, una estadística y un objetivo; paradójicamente esta unificación no se traslada a un fortalecimiento de los lazos interpersonales. Sistemáticamente se afinan herramientas que van trabando el desarrollo de análisis y autocomprensión del individuo, sustituyéndola por una búsqueda de estándares superficiales e intrascendentes. No podemos lograr la felicidad si antes no alcanzamos conocimiento del Ser y, en tal sentido, alcanzar la vital consciencia de la vida humana: el reconocernos como existencias finitas.

La edificación de una sociedad debe basarse en sólidas estructuras morales donde los individuos sumen máximas y acciones positivas y proactivas. De acuerdo con la tradición del pensamiento se nos permite proyectar que en nuestra realidad  se ha fijado una casi obsesiva búsqueda de constante actualización, por la que  hemos  disuelto nuestra propia identidad en la identidad común; esa peligrosa uniformidad de criterios y la expresión de esta nos ha desvanecido los matices y la diversidad de posturas. Cuando nuestra opinión está sujeta  a la opinión de la mayoría, sin una actitud crítica frente a la vida, sencillamente edificamos una mediocridad colectiva y si algo se requiere con urgencia es una fuente de ideas divergentes que generen el cambio que acabe con la dictadura de la mediocridad.

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