A propósito del Día Mundial del Refugiado, la Coalición por Venezuela realiza su primera asamblea. Reúne a 61 organizaciones de las Américas vinculadas a la diáspora, a las víctimas del ostracismo, el desplazamiento y la explotación de sus hombres y mujeres. Junta a los núcleos de venezolanos que por millones transitan como desheredados sobre los caminos extranjeros y se dispersan. Aspira a mostrar otra óptica, la más exacta, del drama que viven estos al perder las seguridades de la tierra-patria. Han de emprender una reconstrucción desde el imaginario que trascienda y les devuelva su sentido de pertenencia.
Al caso la historia de las migraciones es la misma historia de la humanidad, sea con propósitos de realización y para otear otros arraigos que ayuden a perfilar mejor los proyectos de vida.
El Libro de los Libros, desde el Génesis cuenta como Dios se muestra y revela como un extranjero de paso por la tienda de Abraham, que le acoge benevolente (18, 1-15). Antes nos dice cómo aquél planta al hombre a quien forma dentro de un jardín, en Edén (2, 8), dándole su primera patria. A la emigración inaugural, la de Abraham desde Ur hasta Canaán (11, 31 y 12, 1-8) sigue la de Moisés en el Éxodo. La primera fija la idea de la migración como misión y la segunda la de la esperanza, justamente en una hora en que el hombre judío ve pisoteada su humanidad y huye del oprobio egipcio.
La razón de poder que expulsa a los venezolanos, como narrativa, por utilitaria y atada a intereses de suyo insensibles a lo humano se ha vuelto inútil e ineficaz. Ella conjuga en términos políticos y de derechos políticos. Se mira en el Estado y sus actores, quienes pugnan por administrar el poder. Desea la Coalición, así y como lo espero, conjugar en términos similares a los de los padres de las declaraciones de derechos humanos, hacerlo pro homine et libertatis, construir la esperanza desde la mirada de las víctimas.
La diáspora es, pues, un concepto que mal calza o se aviene con el que ve a las migraciones como una bandera ideológica o de oportunidad, de significación mercaderil y hasta de violencia que fomenta el desarraigo o la pérdida de las raíces e identidades para destruir patrias ajenas y sostener la peregrina idea una Madre Tierra o Pachamama libre de parcelas y de culturas. Pero buscan encarnarla, eso sí, quienes aspiran regentarla desde las plataformas globales, las digitales y las de quienes esperan nos metabolicemos en la Naturaleza como partes de esta, una vez concluyan los distanciamientos sociales impuestos.
El primer trasiego de hombres y de mujeres que a tenor de las crónicas llegan a América y a lo que luego será Venezuela –los españoles de la península, invadidos por los musulmanes desde el siglo VI al XV de la era cristiana y cuya empresa repiten estos ahora sobre suelo europeo– lo forman desplazados. Les titula de criminales la Leyenda Negra, tal y como algunos califican a los venezolanos de la actual diáspora. Se trataba entonces de judíos sefardíes a quienes los reyes católicos obligan a convertirse, a que salgan del país o les condenan a muerte por desacato de la orden real. Así, la patria venezolana se vuelve de tal forma tierra de acogida.
Llegada la hora de la república se reafirma como tal bajo José Antonio Páez. Revierte las proscripciones y exclusiones de los decretos de Guerra a Muerte y el 13 de junio de 1831, el Senado y la Cámara de Representantes promueven la inmigración de los naturales de las islas Canarias a quienes se les otorgan cartas de naturaleza y asignan en propiedad tierra para el trabajo.
Destruida como se encuentra la república que fuese Venezuela, rotos su andamiaje y texturas de nación los venezolanos arriesgamos vagar al desnudo por caminos extraños y perder nuestra inacabada concreción moral histórica, siempre huidiza y de presente, si obviamos a Ulises y a Ítaca como el ancla memoriosa que lo salva.
El tránsito puede sernos corto o largo y hasta la vuelta. El acompañamiento recíproco a la luz de las pérdidas sufridas y que nos son comunes, más allá de un tricolor patrio que es símbolo y el escuchar de los corazones lacerados por la arritmia de las emociones al momento de partir o esperar por el regreso, puede servirnos de estrella polar.
El discurso prepotente que no deja ejemplaridad, como el repetir que en Caracas se adoptan las Convenciones de Asilo Diplomático y Territorial, o el afirmar que compartimos lo nuestro con quienes viven sus iguales oscuranas dictatoriales en América Latina, revela mezquindad. Es la negación de nuestra predicada generosidad.
Es más aleccionador saber fuimos parte de aquellos discursos desembozados y altisonantes, patrioteros, que condenaban la Matricula General de Extranjeros dispuesta por el gobierno de Luis Herrera o la firma por Carlos Andrés Pérez de un decreto de regularización de indocumentados que les devolvía la dignidad e identidad perdidas.
Don Andrés Bello, orgullo de nuestras letras y emblema de nuestra diáspora pionera, que debe irse a Chile y separarse de su Venezuela, escribe que ella alcanza su regeneración civil y consistencia política a fines del siglo XVII, dado el feliz “malogramiento de las minas”. Quizás sea este, de cara al derrumbe de nuestro mito de nación petrolera, el signo auspicioso que vuelve por sus fueros.
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