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La deuda del pragmatismo y el anatocismo generacional

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En la mentalidad promedio criolla, menos ilustrada, ha operado siempre el imaginario negativo sobre las deudas y los préstamos. “Deuda es pobreza”. “Deuda es esclavitud”. En fin, me tomaría varios folios recoger todas las máximas populares acuñadas en torno al préstamo. Sin embargo, cuando existe la capacidad para enfrentar cualquier contigencia, así como, un buen plan de negocios; las deudas adquiridas acentúan una virtud como es trabajar con los ahorros de otras personas, multiplicarlos y generar ganancias agregadas para todo un sistema económico. Que es arriesgado. Ciertamente. Pero, todo éxito necesita obligatoriamente de dificultades que sortear y trabajo tesonero para obtener réditos, pagar el crédito y construir una historia financiera-crediticia personal inmaculada. A esto habría que adicionarle que así como es dinero es por excelencia el objeto del empréstito, también, otros bienes (sobre todo los intangibles) pueden caer dentro de los delicados mecanismos del crédito. Si existe la suficiente acumulación de ese bien, entonces, no hay duda que puede ser también dispensado como parte de la financiación.

Uno de los bienes más comercializados en los corrillos políticos es el pragmatismo.  La RAE lo define como “(…) preferencia por lo práctico o útil (…)”. Esto implica que dentro de la opción disponible por el sujeto, que se asume aquella que trae como consecuencias la versatilidad de lo práctico, direccionada hacia alguna utilidad, sea ésta última pública o privada. Con lo “pragmático” se echa al traste cualquier vestigio idealista o peso valórico que por lo general siempre termina por ser un corset para quien decide apostar siempre por unos mínimos deontológicos. De esta manera, “lo práctico” se hace atractivo porque siempre soluciona -aunque sea momentáneamente- y no conoce de las excusas. El que emplea al pragmatismo con cierta dispensa, vive de ese eterno capital que lo saca de aprietos como por arte de magia, pero, para meterlo en otros mayores. Otros, sin saber de las grandes trampas y contradicciones que lo asecharán en la mayor medida que se es pragmático, decide abrir una cuenta permanente de préstamo pragmático, que tarde o temprano, como magistralmente lo grafica Tirso de Molina en el Burlador de Sevilla, “(…) siendo tan breve el cobrarse (…)”.

El pragmatismo es un comodín en la política. Requiere de dotes extraordinarios para quien lo haga un emblema y yelmo, sobre todo, promover una cultura colectiva del olvido. Pero, si bien una sociedad entera puede caer en la desmemoria permanente, las consecuencias de las decisiones asumidas con pragmatismo terminan siendo lacerantes golpes que torturan a los ciudadanos que viven en esas comunidades pragmáticas. A veces, se visualiza el daño. Otras, sólo se siente y con ese sabor amargo de tratar de conocer quién lo hizo. Y si este pragmatismo se transforma en una suerte de ídolo y moneda de cambio, entonces, no habrá más remedio que acudir al endeudamiento permanente para sólo adquirir un “poquito” más de tiempo para no decidir, no resolver, no pensar, no preocuparme. Es entonces cuando hablamos de la “deuda del pragmatismo”, como patología enfermiza de un cuerpo social que por reproducción a las conductas de sus élites, también posturea en esa inmensa bolsa de propuestas, oportunidades, ventajas desleales y mercado de la decisión. A la final, todos quedamos endeudados y resulta tan asfixiante esa sociedad, que la emigración es quizá la opción más salvífica ante el pantano creado colectivamente por ser el “más vivo”, el que más sirve a los “resultados prácticos y útiles”, conseguidos de forma exprés.

Ahora bien, el pragmatismo abre también las puertas para otros conceptos peligrosos. Como todos saben, los préstamos poseen intereses, que es aquella porción dineraria o de valor -cuando no es dinero- que debe entregarse como compensación por el uso del capital de otro. Los intereses en una sociedad promedio están guiados por los factores propios del mercado o de la racionalidad político-ideológica. ¿Pero, qué ocurre en los casos donde existe una distorsión? Donde los intereses no están preestablecidos en cuanto a su forma y tiempo de cobro, sino, que solo deben “pagarse” sin “aviso ni protesto”; los mecanismos para maximizarlos quedan siempre en manos de los acreedores, como por ejemplo, el llamado “anatocismo”. Este último implica calcular los intereses sumandos los propios intereses sin que los abonos amorticen nada de la deuda original (capital) contratado.

Una sociedad con sus élites pragmáticas, que apalancan el crédito pragmático, poco dispensan al valor de la preservación de una sociedad para sus próximas generaciones. Irracionalmente se asumen decisiones financiadas por la pragmática, para resolver un “problema” temporal. Por tanto, sin saber cuáles serán las consecuencias, una generación decide apostar por tenerlo todo, sin conflictos ni dudas, con la única convicción que esas cuentas serán pagadas por otros. Lo que olvida esa generación es que además de obligarse a pagar las propias, terminan abonando a las de sus antecesores, para que no disminuya su importe, sino más bien, para aumentarlo. Y de allí el ciclo vicioso interminable que nos lleva obligatoriamente al estado actual de las cosas, que para casi la unanimidad del pueblo venezolano, están muy mal.  Y no hacemos referencia a la crónica máscara de la pobreza y el atraso, sino más bien a los imaginarios costosos que muestran un país que no existe o que sencillamente es insoportable para vivir por sus contradicciones.  Por ello, apreciado lector, cuando usted no entienda el por qué le entra una sensación angustiante de “irse del país para siempre”, piense más bien en por qué llegamos hasta acá.

Venezuela se encuentra al tope del endeudamiento pragmático, que en la medida que crezca más y más, más costoso será este servicio de préstamo y serán las generaciones siguientes quienes paguen en un saco roto de incomprensiones. El desierto se origina porque no se cuidan las líneas de defensa naturales que impedirían su dilatación. Y en este caso, es tiempo de comenzar a cortar las cuentas y a contabilizar, seriamente, cómo debemos pagar esa deuda y reducir al mínimo, la dependencia del pragmatismo. No hacerlo es someternos al riesgo de que se nos caiga encima toda la sociedad occidental.

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