La Asamblea Nacional electa el 6 de diciembre de 2015, restante órgano de los poderes del Estado que reivindica y alcanza legitimidad democrática de origen y de desempeño en ese momento, el 5 de febrero de 2019 adoptó un estatuto constitucional provisional: el “Estatuto que rige la transición hacia la democracia para restablecer la vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela”.
Transcurridos cuatro años desde su entrada en vigor, los lazos sociales de la nación como soporte de la república y su experiencia institucional en lo político se encuentran y permanecen destruidos. Y como lo he dicho, sin nación no hay república y la política se hace banalidad en el teatro fingido de la democracia.
No puede hablarse, por ende, de la existencia de un verdadero monopolio de la fuerza ejercido por el Estado constitucional, que formalmente subsista y solo medra como virtualidad entre dos gobiernos, dos parlamentos, dos tribunales supremos, uno residente en Caracas y otro en el exilio. Nicolás Maduro Moros ejerce el poder nominal de facto, sin legitimidad ni de origen ni de ejercicio, mientras Juan Guaidó Márquez detenta un poder constitucionalmente legítimo, pero sin ejercicio real, declinante y menguado por la propia Asamblea Nacional de la que forma parte.
Es esta una cuestión que de suyo provoca un sismo dentro del Derecho internacional americano, que se debate entre el reconocimiento o no de los gobiernos de facto y la exigencia de la legitimidad democrática de los gobiernos, por imperativo de las normas jurídicas y de la idea de la Justicia.
El señalado Estatuto fue objeto de una reforma parcial el 26 de diciembre de 2020, conservando su título y la mayoría sustancial de sus disposiciones, hasta que hubo lugar a una segunda reforma aprobada el 3 de enero de 2022.
Podría decirse que la realidad normativa así construida, en un momento agonal venezolano, ha perdido su efectividad sociológica. Aún más, en el cruce de tales normas formalmente en vigor con dicha dimensión y al conjugárselas buscando una declinación que sea conforme con el principio de la Justicia, lo constatable es que ni aquella ni estas le han permitido al venezolano ser libre como debe serlo.
El Estatuto para la Transición encontró su asidero en el artículo 333 de la Constitución venezolana desmaterializada, a cuyo tenor, “todo ciudadano investido… o no de autoridad, tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia”. Y el parteaguas constitucional que significara la adopción parlamentaria del Estatuto, como normatividad de rango constitucional, no fue la obra de una consecuencia abrupta sino de una dinámica que impulsa el propio régimen de facto de Maduro, coludido con el Tribunal Supremo de Justicia y la Fuerza Armada, para desconocer la voluntad popular democráticamente expresada en 2015.
Se trataba, en efecto, de la voluntad que le otorgó a la oposición venezolana una mayoría calificada dentro de la Asamblea Nacional. Es el hito final, como cabe señalarlo, de una sucesión de comportamientos gravemente rupturistas con la Constitución, que han lugar a partir de 2016 cuando Maduro decide gobernar por decreto; forjar una inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente; y realizar unas elecciones presidenciales írritas para permanecer en el poder a partir del 10 de enero de 2019.
Son estos los hitos que obligaron a la Asamblea Nacional y a distintos órganos de la comunidad internacional a declarar “la ruptura del orden constitucional y democrático”, y los que en aplicación del artículo 233 constitucional, ante la ausencia de un presidente electo, determinaron el ejercicio temporal del Poder Ejecutivo, en calidad de Encargado, por el presidente del parlamento.
Según los términos del acuerdo parlamentario aprobado entonces, “la celebración de elecciones libres y transparentes, … tiene entre sus objetivos la reinstitucionalización de los órganos del Poder Público Nacional y el rescate de la soberanía electoral”.
Ahora bien, al no haberse cumplido para esta fecha las tres fases previstas por el Estatuto para su realización plena -el cese de la usurpación, el gobierno de transición, las elecciones presidenciales libres- el propósito y finalidad del ordenamiento provisorio, por lo mismo, habría de verse sobrepuesto, es lo correcto.
Pero la reforma parcial que se le hizo al Estatuto en 2020 únicamente buscaba incorporar o sumar, al caso de la ausencia ocurrida de un presidente legítimamente electo y dentro del contexto de la atemporalidad propia de las transiciones, la realidad formal de la finalización del mandato de la Asamblea Nacional electa en 2015 y su prórroga al no haberse tenido aún unas elecciones libres y democráticas para la integración de otro parlamento.
Pues bien, los proponentes de la segunda reforma, la de 2022 finalmente aprobada, sostenían que, si esta resulta de un compromiso o transacción entre los partidos de mayoría, “el centro de toda la institucionalidad y la lucha por la democracia es la Asamblea Nacional legítima elegida en 2015”; no más el gobierno interino, que solo permanece formalmente. El dispositivo nuevo se limita a decir que: el presidente de la Asamblea Nacional actuará como encargado de la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela a los efectos –los únicos y no más los correspondientes al jefe del Estado, conforme al artículo 233 en concordancia con el artículo 236 constitucionales– “de defender la democracia y dirigir la protección de los activos del Estado en el extranjero”.
En suma, un Estatuto para la Transición hacia la Democracia que nace en 2019 para frenar la desmaterialización constitucional en Venezuela y ponerle término a la usurpación del poder ocurrida a partir de 2019, tras sus reformas, el órgano parlamentario se vuelve gobierno y es presa de un único propósito de poder fáctico que reafirma la cabal desaparición de la nación y de la república, a saber, el control de los activos en el extranjero, mientras otros Estados controlan ya el patrimonio material de los venezolanos dentro de su geografía, vuelta un rompecabezas minero.
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