Nuestros juicios sobre el pasado siempre muestran las huellas del presente, de percepciones y valores hoy predominantes, pero cuya aplicación a otras realidades debe llevarse a cabo con equilibrio y sentido de las proporciones. Por encima de todo, es de particular importancia ubicar los eventos pasados dentro de un contexto amplio, que tome en cuenta un razonable conjunto de factores y no se limite a consideraciones y aspectos singulares, separados del marco que en su momento moldeó su sentido.
Un nuevo aniversario de la destrucción atómica de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, ocurrida en agosto de 1945, ha permitido que una vez más se revivan los argumentos que con mayor o menor fundamento vienen discutiéndose, desde que los hongos atómicos señalaron el comienzo de una nueva era para la guerra y la paz. No es ahora nuestro propósito revisar esos debates, sino focalizar un punto que creemos de suma relevancia, a objeto de ubicar los orígenes de la decisión estadounidense de usar las únicas dos bombas que para entonces habían desarrollado.
Tal punto es el siguiente: las bombas fueron utilizadas porque los estadounidenses alcanzaron la convicción, con bases firmes, de que los japoneses no estaban dispuestos a rendirse, y que la invasión a las islas centrales del país, en caso de hacerse imperativa, tendría un inmenso costo en vidas norteamericanas y por supuesto también japonesas. Dicho costo no podría jamás justificarse ante la sociedad estadounidense una vez que esta última, eventualmente, se enterase de que las bombas atómicas se hallaban disponibles y sin embargo su presidente y otros responsables políticos y militares no las emplearon contra un enemigo fanatizado.
A pesar de la devastación acaecida en la ciudad de Hiroshima, los jefes políticos y militares japoneses no querían rendirse. Fue necesario que el propio emperador Hirohito, luego de conocerse la segunda explosión en Nagasaki y rompiendo con una larga tradición, con estrictas normas de protocolo, costumbres y convicciones, emitiese de manera directa e inequívoca su opinión a favor de la rendición en una reunión del gabinete imperial.
Hirohito, quien era visto como una especie de dios por los japoneses de entonces, participaba de esos encuentros pero sin jamás fijar posición, en tanto que los ministros y jefes militares discutían y llegaban a conclusiones que en teoría contaban con la aprobación del emperador. Ahora bien, en esa oportunidad las cosas cambiaron. Enfrentado a la evidencia de que los estadounidenses contaban con una nueva arma de enorme e inmediato poder destructivo, ignorante de que para ese momento el enemigo no poseía otras bombas atómicas, y consciente de que a pesar de todo ello los militares japoneses preferían la aniquilación a la rendición, Hirohito no tuvo más remedio que colocar todo el peso del prestigio de la institución imperial en la balanza. Esa intervención personal y carente de ambigüedades fue lo que finalmente cambió el curso de las cosas.
Recapitulemos y precisemos lo ya expuesto. En primer lugar, luego de las terribles batallas en islas circundantes como Iwo Jima y Okinawa, entre otras, los mandos estadounidenses sabían que una invasión al Japón central solo se saldaría a un costo gigantesco y a largo plazo. Las experiencias de los kamikaze o ataques suicidas contra los buques norteamericanos, y la resistencia fanática de los soldados japoneses en todos los frentes y condiciones, hacían prever que una invasión masiva sería infernal e incierta. En segundo lugar, los estadounidenses sabían que los altos mandos militares japoneses no tenían intención de rendirse, y tenían serias dudas acerca de las actitudes de los dirigentes civiles y del propio Hirohito. La experiencia de lo ocurrido luego de las explosiones atómicas demostró que los militares japoneses habían llegado a un punto extremo de ciega intransigencia. En tercer lugar, el presidente de Estados Unidos, ante las disyuntivas que en esa coyuntura se le presentaban, no habría podido nunca justificar ante su pueblo una decisión de invadir que podía evitarse, empleando las nuevas armas en poder de su país.
Lanzar condenas éticas absolutas contra Harry Truman, 75 años más tarde, no parece justo. Un juicio balanceado exige tomar en cuenta los asuntos antes mencionados, procurando colocarnos hipotéticamente en su lugar, tiempo y circunstancias.