La desigualdad parece que va a convertirse en la palabra clave de nuestro siglo para explicar la tormentosa realidad que sentimos emerger por doquier y que no promete sino aumentar su poder destructivo, potenciada por la pandemia. Es el nuevo nombre del demonio, del ruido y el furor de la historia de la especie que somos, creaturas del azar y la necesidad de la evolución: insólita e inarticulada mezcla de espíritu y materia y, además, de Eros y Tánatos. Sea.
El fenómeno es sorprendente, casi increíble. Piense, grosso modo, cifras como que 10% de los más acaudalados posee tanta riqueza como la mitad de la humanidad (ONU), miles de millones. Que la expectativa de vida de ricos y pobres difiere hasta en décadas. O que, según el profeta de moda, el muy ameno Harari, es pensable que las revoluciones biológicas e informáticas que vivimos sean tan poderosas y mal distribuidas que el homo sapiens pueda dividirse en especies esencialmente diferentes, como nosotros y los simios superiores.
Recordemos también que América Latina es el continente de la desigualdad. (A este respecto conviene consultar el último informe del PNUD sobre las oscuras perspectivas de la región en la pandemia y la pospandemia). Y que esta es inseparable de la pobreza, el sufrimiento y la violencia en sus muchas caras. Y agreguemos que a la desigualdad social y económica se suman hoy con fuerza otras desigualdades que han cobrado conciencias crecientes de sí: raciales, de género, religiosas, ecológicas, migrantes…Hay para escribir incontables páginas.
Pero a mí parece curioso y básico un problema etimológico. Esta palabra que pareciera comandar la gestación del futuro es una palabra vieja, tanto como la humanidad misma. Para no ir muy lejos esa distribución cruel e injusta es la hipótesis mayor de Marx y sus sucesores: las clases poseedoras y desposeídas y los países ricos y pobres, sus crueles diferencias en la repartición de los bienes terrenales y sus efectos sociales y políticos, altamente dramáticos y violentos; y cuyos conflictos deberían parir un mundo justo y humano. O simplemente pensar en la “Libertad, igualdad, fraternidad”, divisa de la Revolución francesa y por extensión de la modernidad, al menos occidental en su hora, y se diría hoy globalizada en lo esencial.
Y, por supuesto, podría uno encontrarla en cualquier siglo, entre los valores de numerosas posturas o autores. “Ama a tu prójimo como a ti mismo” decía aquel hace más de 2.000 años, especie de hipérbole insuperable y hasta absurda del igualitarismo. Que las realidades hayan sido otras, casi siempre contrarias, a su mandato o que pueda ser interpretada de diversas y muy opuestas maneras es una obviedad. Hoy en lo más visible y reiterado nos vamos a topar con no pocas contradicciones entre ser libres, igualitarios y fraternos. Sobre todo, en lo que al plano económico se refiere. Disputas cotidianas de las grandes confusiones posmodernas y la búsqueda de las causas de un mundo sin rumbos establecidos y con un futuro incoloro. Los liberales y los socialistas pueden utilizar esa misma palabra-consigna con sentidos casi antagónicos
Todas estas generalidades para concluir que, sin embargo, las realidades no permiten eludir el debate. Hasta en los países opulentos comienzan a militarizarse sus calles y a levantar banderas extremas… está en los noticieros diarios. Para no hablar de los mil millones de hambrientos del sur. Pero en Venezuela estamos embarcados en derrocar un tirano y el tirano empeñado en no dejarse derrocar. Digamos que estamos querellándonos en el campo de la libertad, de la política por puerca que sea. Debe ser por eso que en buena medida los que tienen hambre o migran o los asesina el virus no nos oigan mucho. Se entiende que tampoco los que la están pasando bien, que son unos cuantos y no todos, son enchufados.
Pero un día no lejano sonarán y fuerte los clarines bélicos, hay demasiada tragedia en esta tierra. La paradoja sería que no le tocara a Maduro, que ande reposando en Estambul y no al cohibido demócrata que por fin lo sucedió.