La educación superior en Chile ha experimentado un proceso de crecimiento durante las últimas décadas y ha duplicado su matrícula entre 1990 y 2020. La educación superior nunca había sido tan masiva y diversa como lo es en la actualidad: alberga a cerca de 1.3 millones de estudiantes en 132 instituciones vigentes, en donde 7 de cada 10 alumnos corresponden a la primera generación de sus familias con acceso a la universidad. Si bien estas cifras muestran una historia de éxito, su contracara son los indicadores de permanencia y titulación. La tasa de deserción en el primer año bordea el 30%, la duración real de los programas excede entre 2 y 4 semestres su duración nominal (en promedio), y hoy se titulan 20% menos de estudiantes que antes de la pandemia de la COVID-19.
Estos datos nos invitan a pensar en qué medida las políticas públicas de acrecentamiento de la educación superior han sido efectivas en reducir la desigualdad en este nivel educativo. Chile ha sustentado la ampliación de la educación superior sobre políticas públicas de financiamiento cuyo objetivo era debilitar (o eliminar) las barreras económicas de acceso y permanencia, y relegando a otras limitantes a ser resueltas a través del mérito y el esfuerzo personal. De esta manera, con la reforma de 1981, se buscó aumentar la oferta de educación superior a través de la creación de un “mercado educativo”: era posible aumentar rápidamente la matrícula mediante el ingreso de proveedores privados y que, de esta forma, no se comprometiera el gasto público.
En un segundo momento, ya en la década de 1990 y con la oferta asegurada, el objetivo fue fidelizar la demanda por educación superior. La estrategia elegida fue la creación del sistema de becas y créditos estudiantiles, con el Fondo Solidario y el Crédito con aval del Estado como protagonistas. Posteriormente, cuando la matrícula se acercó al millón, y la oferta y la demanda parecían seguras, se promulgó la política de gratuidad para cubrir los costos de matrícula y arancel del 60% de los/as estudiantes provenientes de los hogares más vulnerables del país.
En resumen, el debate sobre la desigualdad en educación superior ha quedado atrapado en lo económico o en la abstracción de la necesidad de mejorar la calidad. Si bien es innegable que las políticas de financiamiento sí han generado nuevas oportunidades para grupos históricamente excluidos de la educación superior, estas no han sido exitosas en cuanto a la reducción de la desigualdad por origen social. Si antes provenir de un hogar socioeconómicamente desaventajado implicaba una fuerte probabilidad de no ingresar a la educación superior, hoy es más probable que ingrese, pero las posibilidades se abren solo a un cierto tipo de educación superior. ¿Por qué?
La evidencia reciente muestra que la desigualdad de acceso se ha mantenido estable o que, incluso, se ha podido incrementar si consideramos el tipo de programa o institución a la cual se ingresa. En Chile, el origen social (es decir, las características socioeconómicas del hogar de origen) influye significativamente en las oportunidades educativas a las que tenemos acceso. Más aún, los orígenes sociales importan tanto antes como después de la aplicación de las políticas de crecimiento.
La literatura en estratificación educativa demuestra que las políticas de crecimiento han tenido un diferencial sobre el origen social. Por un lado, sí han sido capaces de reducir el efecto de los recursos económicos en el acceso general a la educación superior (por ejemplo, el ingreso o los bienes del hogar). Sin embargo, gran parte de dicho efecto se concentra en las instituciones menos selectivas (universidades privadas, institutos profesionales y centros de formación técnica), sin afectar mayormente a las universidades más prestigiosas.
Por otro lado, estas políticas no han sido capaces de reducir el efecto de los recursos socioculturales (por ejemplo, el nivel educativo de los padres) en el acceso, si consideramos tanto el acceso general como a distintos tipos de instituciones. De esta manera, las nuevas oportunidades de acceso se estratifican o jerarquizan de acuerdo al logro educativo del/a jefe/a de hogar, el conocimiento del sistema universitario de primera mano, y las redes de contactos. Todas ellas, brechas que son difícilmente remontables solo a través del mérito y el esfuerzo personal.
Si bien es posible argumentar que las políticas de financiamiento sí han sido efectivas en cumplir su objetivo de reducir las barreras económicas de ingreso, este efecto es limitado y a corto plazo. Las tasas de deserción y titulación dan cuenta de su agotamiento. Sin embargo, el debate en torno a la desigualdad en educación superior se sigue concentrando en el financiamiento.
Sin desmerecer la importancia de resolver problemas como el endeudamiento estudiantil, se requiere pensar en políticas públicas que no solo busquen revertir la reforma de 1981, sino que también aborden las transformaciones posteriores. En esa dirección apunta el debate público sobre las brechas acumuladas en los niveles educativos inferiores, las cuales no se limitan a los resultados de pruebas estandarizadas. Estas diferencias van desde redes sociales más fuertes entre los más privilegiados, bajas expectativas entre quienes provienen de los grupos más vulnerables y en donde se legitiman las diferencias en el logro académico como éxito o fracaso individual.
Para finalizar, tanto el debate político como académico sobre desigualdad en educación superior no debiese seguir limitándose a lo económico, y depositando la solución en medidas como la gratuidad. Es preciso debatir sobre herramientas de apoyo docente y bienestar estudiantil, áreas cuya gestión recaen hoy en la capacidad que cada institución tiene para hacerse cargo.
Se requiere de más y mejor investigación que no solo desglose la desigualdad en diferencias numéricas, sino que también se considere las experiencias y percepciones de desigualdad de quienes hoy transitan por este nuevo escenario en educación superior. Se necesitan datos que nos permitan comprender mejor no solo las brechas generales, sino también las brechas institucionales, sectoriales, de género y regionales que se (re)producen en educación superior.
La desigualdad en educación superior no se acaba con la gratuidad; menos aún solo con el mérito y el esfuerzo individual.
Camila Mella San Martín es profesora asistente del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública, de la Universidad Católica de Temuco. Doctora en Política Social, de la Universidad de Oxford, del Reino Unido.