Si aún se acepta en el siglo XXI que la democracia es soberanía del pueblo, que elige y no solo vota, puede afirmarse que María Corina Machado ha derrotado democráticamente al despotismo de Nicolás Maduro Moros. Cuenta hoy con suficiente legitimidad de origen, luego de su abrumadora victoria en las primarias y tal como palmariamente lo demuestran las encuestas no hipotecadas a éste y a la cohorte política de franquicias que le ha sido funcional para su estabilidad. La inhabilitación inconstitucional de Machado, sólo posible bajo el señalado despotismo que desmaterializó a la república como a su orden constitucional y ha pulverizado a la nación venezolana, es prueba cabal de esa derrota, por “walkover”.
El desbordante apoyo popular con el que cuenta Machado, tal como lo veo, es la causa del pánico de Maduro Moros, quien a la sazón se niega a medirse electoralmente con ella; pero todavía más desesperó al eje central de ese artificio de «franquicias partidarias» opositoras que no frisa siquiera el 7% del apoyo popular: “Nombremos a Manuel Rosales y luego vemos cómo atajar a la señora”, decía el anfitrión de estas, en reunión convocada, para mi tristeza, en el alma mater a la que me he entregado durante casi medio siglo. Y ese conciliábulo de marras, entre rostros que clonaban a los gamonales de nuestro siglo XIX y a sus pulperos endomingados, ante mi vista no hizo sino recrear el trágico desenlace venezolano de 1998. Pero Machado les quebró la ecuación. De allí la subsiguiente elección unitaria de Edmundo González Urrutia, para que llegue «hasta el final».
No se olvide que, desestructurado el país dado el «quiebre epocal» de 1989, cuando “las gentes dejan sus casas para irse a las calles sin querer regresar” (Ramón J. Velásquez dixit) y negándose esos mismos franquiciados a la reinstitucionalización por opuestos a la reforma constitucional y a las reformas económicas, optaron –lo recordaba el fallecido Jorge Olavarría– por validar nuestro regreso al pasado con su “gendarme necesario” a cuestas. Creyeron que asegurarían, así, sus privilegios a cambio de facilitarle a Hugo Chávez la ruta hacia la presidencia y el desmontaje de la Constitución civil de 1961, cuando este ocupaba el último lugar en las encuestas de enero de 1998.
Con el apoyo de Estados Unidos, al igual que ahora, dejaron en la estacada a Henrique Salas Römer, al que la opinión verificada situaba como opción victoriosa. Sacaron del foso, con dineros y medios, a un habilidoso traficante de ilusiones. ¡Y es que Salas no era complaciente con los cogollos de los partidos declinantes y tenía visión propia, y el pueblo le acompañaba! Era una amenaza para las logias políticas que se formaban en Venezuela a raíz de El Caracazo. Un militar que llegaba por los votos y no más con los tanques podía ser influenciable, les daría espacios para medrar y subsistir en zonas cómodas, y a la luz de la tradición, sería un modernizador. La miopía y la avaricia se los engulló.
La cuestión es que «el efecto Machado» y la designación de González Urrutia –hombre de consensos, de escuela diplomática y que cuenta con una sólida visión de Estado– ahora habrá de significar el cierre de ese ciclo o proceso que, otra vez y como experiencia (1830, 1935) retrasó el ingreso de la nación al siglo subsiguiente, el actual; siendo que debimos concluir el nuestro, el siglo XX, como excepción posible y con serena madurez, a partir de 1989, coincidiendo con el final de la república civil de partidos y el ingreso de Occidente a las tercera y cuarta revoluciones industriales: la digital y la de Inteligencia Artificial.
Al haberse modernizado Venezuela durante los treinta años precedentes a 1989, de los que ninguna memoria conservan las generaciones adánicas contemporáneas y en modo alguno defienden las franquicias partidarias en cuestión, menos los exdirigentes empresariales y bonistas que las usan y presionan en un país sin empresas como el nuestro, bien pudimos adelantar los tiempos rompiendo todos con la fatalidad del mito de Sísifo. No lo hicimos. Es lo pasado.
Lo cierto, también, es que sin que otra aporía ni el rubor les inhibiese, los franquiciados de finales de la IV República, falsificaciones de nuestros partidos históricos, como las élites que se beneficiaban de aquéllos –los mismos de ahora y sus causahabientes en la V República– optaron por tener como candidato a un compañero de Chávez en su hornada golpista, al comandante Francisco Arias Cárdenas. Nada les arredró el que llegaban a la política con el único cometido de borrarle al país sus recuerdos, como si nuestra modernidad hubiese sido el diluvio universal. Sólo les importaba revalidar las tarjetas de sus franquicias, de tanto en tanto. Tanto como luego aparecerá en la escena Manuel Rosales, en 2006, para servir sin serlo en propiedad como candidato presidencial “tapa”. Lo necesitaba Chávez y hubo lugar al reseñado entendimiento de este a través del mismo personaje –José Vicente Rangel– que le permitiese regresar luego a Venezuela, en 2015, tras su enjuiciamiento por enriquecimiento ilícito.
Los venezolanos, generosos, aceptando el símbolo de la Unidad y empeñados en ponerle fin al despotismo iletrado que nos ha maltratado con vesania y maldad absoluta, le dimos –como símbolo– su oportunidad, en 2015, sin endosar a quienes se ocultaban bajo sus banderas y que la destruyeron con el deslucido final del Interinato; pero, ahora, la Unidad, con rostro distinto y esperanzador, ha de hacerse por sí misma su otra oportunidad. Y se la ganará en buena lid si logra regresar al corazón de los venezolanos. Maria Corina se lo ganó y no lo puede transferir si no se lo acepta el propio pueblo. De no lograrlo la Unidad, sería sumada –es la lógica fatal de la historia, siempre caprichosa– al bloque de quienes serán recordados como responsables de la aniquilación de nuestra modernidad a partir de 1999.
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