Por primera vez en su historia de posguerra, Italia pronto podría ser gobernada por un partido con raíces en los restos del movimiento fascista de Mussolini. Si los Fratelli d’Italia (“Hermanos de Italia”) acaban en la cima de la coalición gobernante, como parece probable, la política europea sufrirá profundos cambios.
Giorgia Meloni, la carismática líder del FdI, ha sido acusada de “neofascista” y se ha tachado de “populistas” tanto a su partido como a la Lega, el segundo mayor miembro de la coalición. Ambas calificaciones se olvidan de lo central. Sí, estos partidos se han nutrido del enorme descontento que sienten algunos votantes y adoptarían una postura más dura en materia de inmigración y seguridad. Pero los Hermanos de ninguna manera buscan poner fin a la democracia liberal.
Las ambiciones del FdI están en otro lugar. Reconociendo que la clave del éxito de las dos grandes familias políticas de Europa, los democratacristianos y los socialdemócratas, han sido sus bien desarrolladas culturas ético-políticas, los Hermanos apuntan a sentar bases similares para la derecha, con lo que podrían proyectar el dominio del poder de aquí hasta bien entrado el futuro. Este es el pernicioso reto al que debe enfrentarse el pensamiento progresista.
Los objetivos del FdI se extienden más allá de Italia, ya que los Hermanos esperan replantear la política europea. Meloni además encabeza el Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos, que incluye decenas de formaciones de derechas, como el polaco Ley y Justicia, el español Vox y los Demócratas suecos.
¿Sobre qué pilares se sostendría el nuevo edificio intelectual de la derecha? En una entrevista reciente, Meloni expresó su admiración hacia el fallecido filósofo británico Roger Scruton, un conservador que no fue fascista ni populista, y cuyas opiniones -como las de Meloni- no se pueden caracterizar claramente como proestado ni promercado. Para ambos, el libre mercado es una institución necesaria, pero el poder monopólico tiene que estar limitado por reglas.
Scruton no se oponía fundamentalmente a la Unión Europea. Creía que era necesario un sistema de cooperación transeuropeo, pero no al coste de la soberanía nacional en todas las áreas importantes. De manera similar, una coalición liderada por el FdI no buscaría abandonar la UE ni la eurozona, sino que la vería como una confederación suelta de estados soberanos, en vez de una “unión cada vez más estrecha” con aspiraciones de convertirse en un estado semifederal. El nacionalismo y el conservadurismo van de la mano.
En una entrevista de 2019, Scruton explicó que, para él, el conservadurismo no se trataba de “hacer volver las cosas” a como eran en el pasado, sino de “conservarlas”, y que esto no era cuestión de ideología, sino de amor. “Hay cosas que están amenazadas y uno las ama, porque quieres que sigan así… Tenemos algo, este país y sus instituciones y nuestro modo de ser, y a eso nos aferramos”.
¿Qué es lo que aman los europeos? Uno, los temas de los que habla Meloni es que nuestra identidad viene definida por nuestra comunidad. Un sentido de pertenencia, de ser parte de la sociedad, es central para determinar lo que “amamos” y permitir expresarnos. Esta es la base de la libertad.
Esta visión tiene nobles orígenes, y ha sido forjada por las ideas de grandes filósofos como Georg Wilhelm Friedrich Hegel, pero también Karl Marx y Adam Smith. No lleva necesariamente al conservadurismo, ni significa que la identidad se deba definir en términos nacionales.
La concepción del FdI de lo que es la UE representa un brusco quiebre con el pasado: tradicionalmente el liderazgo -como el de la Unión sobre otros miembros centrales- ha apoyado una mayor integración, a pesar de los desacuerdos sobre el ritmo y la modalidad. Y una ruptura con eso vendría en momentos en que lo que más se necesita es una cooperación más profunda, que inevitablemente implicará negociaciones que afectarán la soberanía nacional, como en los ámbitos energético y de asuntos exteriores.
Casi la totalidad de los imperativos urgentes a los que nos enfrentamos hoy exigen alguna forma de toma de decisiones centralizada y políticas que representen la naturaleza regional o global de los bienes públicos, incluidos el clima, la salud, la estabilidad financiera y la seguridad energética. Como resultado, ha ido menguando la superposición entre el locus del poder de la toma de decisiones y el que reside en el cuerpo social.
El gran desafío que enfrentamos actualmente, y no solo en la UE, es diseñar nuevas formas de gobernanza que permitan la interoperabilidad de distintos niveles de gobierno y dé voz a la sociedad civil, combinando así un enfoque descendente con uno ascendente. El caso de la UE podría verse como un experimento permanente que puede guiar a otros hacia un modelo efectivo.
Los nuevos conservadores han comprendido algo esencial: sin una sociedad europea, el proyecto de una “unión cada vez más estrecha” se sustenta en cimientos poco sólidos. Pero la solución no es detener, ni mucho menos deshacer, el progreso. En su lugar, debemos lograr una distribución del poder en la sociedad que pueda servir de base y sustento a las instituciones de gobernanza europeas.
Las fuerzas conservadoras como el FdI parecen empeñadas en hacer lo contrario. Al intentar “conservar” los sistemas existentes y definir identidades por raza o religión en lugar de promover filiaciones políticas o culturales más amplias, el conservadurismo apela a los temores de la gente, dividiendo en lugar de unir. La integración cultural y política se sustituye por políticas que exacerban la marginalización de grupos vulnerables y no abordan retos ampliamente compartidos.
Si es cierto, como afirman los conservadores, que una visión funcional de la UE está condenada al fracaso, también lo es el que lo funcional y lo político interactúan, ayudando a redefinir los contornos del cuerpo social. En un mundo en constante evolución, un concepto de comunidad estático y a la defensiva inevitablemente llevará al fracaso económico, y puede alimentar el racismo y el conflicto social.
Y, sin embargo, es precisamente este concepto el que probablemente gobierne el tercer país más grande de la UE, lo que implicará en su interior una intensa batalla de ideas, con consecuencias potencialmente serias para el proceso de integración. Para ganar la lucha, los partidarios de la Unión no deben demonizar a dirigentes conservadores como Meloni ni distorsionar sus opiniones. En lugar de ello, deben enfrentar las críticas con decisión e idear maneras creíbles de reforzar una organización social europea cuya solidez es crucial para el éxito del proyecto europeo.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Lucrezia Reichlin, ex directora de estudios del Banco Central Europeo, es profesora de Economía en la London Business School y fiduciaria de la Fundación de Normas Internacionales de Información Financiera.
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