Chile es un ejemplo del camino lleno de vaivenes, contrastes y matices en los que se mueve el proceso político en Latinoamérica. El actual presidente de la República, Gabriel Boric, es expresión de ese movimiento insurreccional, incendiario, que se desató en el país del Cono Sur durante 2019. Como se recordará, las protestas callejeras destruyeron estaciones del metro, farmacias, clínicas, automóviles particulares. Una parte del patrimonio urbano construido con el aporte financiero y el trabajo de los ciudadanos, fue demolido debido a que los manifestantes estaban indignados porque el crecimiento económico de décadas se había traducido en un incremento de las desigualdades sociales, no en su reducción.
Durante meses vimos un Chile desconocido para sus vecinos del continente. Observamos a una sociedad dominada por la ira y los deseos de revancha contra los ricos que –según la versión de los insurgentes- se habían apropiado de gran parte del producto nacional. Los jóvenes que se enfrentaban a la policía en las barricadas exigían una educación universitaria y una salud pública gratuita y una seguridad social que les costara muy poco a los contribuyentes. El ideario izquierdista fue enarbolado como estandarte. El espíritu de la época catapultó a Boric hasta la jefatura del Estado.
Una vez instalado en La Moneda, el joven mandatario trató de cumplir con una de sus promesas: modificar la Constitución de 1980, aprobada durante la era de Augusto Pinochet. Era una aspiración plausible: luego de tres décadas de haberse instalado el sistema democrático, había llegado el momento que la democracia tuviese sus propia Carta Magna. Una que subrayase la naturaleza civil, republicana, plural, inclusiva e igualitaria del Estado y la sociedad. Sin embargo, el tono mesurado que debía contener la nueva Constitución no fue comprendido por algunos de los factores que integraban la mayoría parlamentaria, vinculada fundamentalmente con los partidos y grupos izquierdistas que habían motorizado las protestas, a pesar de las sabias advertencias de Boric, quien al ver disminuir su popularidad producto de los excesos radicales, entendió que pueden ganarse elecciones con un lenguaje vehemente, pero hay que gobernar con el sentido común que recomienda el pragmatismo cauteloso. El proyecto de reforma constitucional elaborado por los extremistas de izquierda asustó tanto al pueblo, desde los colocados en el polo de la derecha hasta los más moderados, que fue rechazado de forma categórica en septiembre de 2022, al ser votado en un referendo popular. El miedo frente a la desmesura fanática fue tan grande que el país se movilizó hasta las urnas electorales para decirles No a los extremistas.
El naufragio de ese nuevo proyecto constitucional obligó a la élite política a buscar una salida negociada. Se entendía que los chilenos querían otra Constitución, pero no la diseñada por la izquierda arrogante y miope. Colocados ante la disyuntiva, los ciudadanos preferían la Carta pinochetista. En esa pugna salió ganando José Antonio Kast, rival de Gabriel Boric en la segunda vuelta en las elecciones presidenciales de 2021. Kast se había opuesto frontalmente al cambio de la Constitución.
La búsqueda concertada que se produjo luego del fracaso llevó a concebir el Consejo Constitucional, conformado por cincuenta miembros, instancia que se elegiría en una consulta popular. Esta fue la votación llevada a cabo el pasado domingo 7 de mayo. Allí el péndulo electoral se movió claramente hacia la dirección opuesta de donde se había desplazado cuando Boric obtuvo la victoria. El bloque de la derecha –conformado por el ultraderechista Partido Republicano, dirigido por Kast, y la alianza más convencional Chile Seguro- se quedó con la mayoría de los representantes: en total 33 representantes. Mientras la izquierda –Unidad para Chile, de Boric, la centroizquierda de Todo por Chile y el populista Partido de la Gente- pasó a ser una minoría bastante reducida, con apenas 17 representantes. La derecha cuenta con más de las tres quintas partes exigidas para las decisiones que requieran mayoría absoluta.
El Consejo Constitucional redactará la futura Constitución en consulta con el equipo de expertos designado por el Congreso Nacional. Esa carta fundamental tendrá que ser sometida al juicio de los votantes en un referendo popular en diciembre próximo. Será el pueblo el que decida cuál es la carta magna que servirá de marco general durante las próximas décadas. Cuál será el Estado constitucional y de derecho que regulará la vida de esa nación. Las organizaciones triunfantes, ya lo dijo Boric, deberían aprender de la experiencia reciente: los chilenos no quieren que impere una supremacía sectaria. Ninguna visión ultraconservadora o ultraliberal va a prevalecer de forma avasallante. La hegemonía supremacista parece estar condenada a fracasar.
Los chilenos, al moverse de un extremo a otro, les dijeron a los partidos y a la dirigencia que quieren sensatez, sindéresis e inclusión, aunque el triunfo de la derecha haya sido categórico. Se trata de vivir en un país en el quepan todos, no únicamente quienes militan en el campo de las ideas de una determinada concepción del Estado y la sociedad. Chile podría representar el camino que Venezuela debería seguir cuando salgamos del disparate en el que vivimos.
@trinomarquezc