Los griegos de la antigüedad no olvidaron sus pecados, ni siquiera se esforzaron en disimularlos. Por el contrario, entendieron que cantarlos tenía una función liberadora o exorcizante. Así fundaron el género épico sobre la atroz destrucción de Troya que habían perpetrado. Existe entonces en la raíz de la literatura de Occidente una sublimación de la culpa, que se mantuvo presente en el devenir de la tragedia al interior de Atenas, ciudad-estado que concebía las artes como elemento fundamental de su propia existencia. Ciertamente la aristocracia ateniense fue capaz de encontrar utilidad en la autocondena: la democracia de Clístenes y de Pericles (ambos miembros de la aristocrática familia de los Alcmeónidas) supone la renuncia de privilegios con miras a obtener un equilibrio riesgoso, pero que se entendía necesario para mitigar la amenaza del caos y la anomia. Se presenta en todo este tránsito narrativo —y también político— un aspecto práctico y a la vez introspectivo que debería ser destacado, más allá de la tentación a la reducción estilística o formal: al parecer el estilo clásico, en tanto ideal de equilibrio estético, proviene de la voluntad de atenuar las exuberancias jónicas del estado aristocrático mediante la introducción de la severidad dórica, de lo cual puede derivarse que su nacimiento está ligado al ejercicio del populismo (Atenas vio surgir de entre sus aristócratas a los primeros hípsters de los que el mundo guarda memoria). Pero lo clásico sirve también como contexto para que el espíritu piense y reflexione (es decir, haga filosofía), al tiempo que participa de la lucha política. Tenemos aquí el impulso cívico que, en el instante crucial, hizo posible que los atenienses salvaran Grecia de la amenaza persa, recibiendo en recompensa otro legado narrativo invalorable: el de Maratón y Salamina.
Respecto de la memoria y el dolor puede decirse que existen dos modelos: el que proviene de la tradición griega y es sintetizado en la frase de Heródoto: “ta pathemata mathemata” (“los padecimientos, los sufrimientos, son enseñanza”). Este primer modelo, que aparece en varias tragedias —especialmente en la Orestiada, de Esquilo, y Edipo Rey y Electra, de Sófocles—, es fundamental para el psicoanálisis, que enseña a rebuscar penosamente en la interioridad con el fin de evadirse del pozo de la enfermedad. El otro modelo proviene del Eclesiastés, uno de los primeros libros de la Biblia escrito en el siglo II a.C., y cuyo postulado esencial puede resumirse en la siguiente frase: “qui auget scientiam, auget et dolorem”; es decir, quien aumenta el conocimiento aumenta también el dolor. Bajo este segundo modelo es preferible ignorar la realidad para no sufrir.
Si nos permitimos el reduccionismo, hay en el mundo contemporáneo sociedades que se adhieren al primer modelo, ejercitando la memoria y aceptando sus culpas históricas, mientras que otras se adhieren al segundo enfatizando el escapismo y el olvido. Las primeras son naciones democráticas, con sentido autocrítico y visión de futuro, conscientemente enfocadas en no repetir sus errores. Alemania y Bélgica, por ejemplo, han sabido administrar las culpas del nazismo y el colonialismo y han desarrollado sociedades en las que la educación en democracia es fundamental. Otras sociedades, en cambio, viven de espaldas a sus propios errores: hablamos no solo las que proscriben la discusión sobre el pasado tipificándolo de revisionismo histórico, sino también de las que simplemente no recuerdan y viven el presente como zombis, o, peor aún, las que se inventan un pasado a manera de leyenda justificativa.
Es lamentable que en lo que va del siglo XXI los países de nuestra región se encuentren cercanos a los zombis del segundo grupo, acaso aportando un carácter propio de festividad y desenfreno. Es esta, sin duda, una situación que debilita y hace deficiente la democracia, o lo que nos va quedando de ella.
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