Definitivamente no existe nada mejor que el texto de Orwell, Rebelión en la granja, para referirse al reducido número de seres que, debido a su supuesta superioridad moral e intelectual, se consideran a sí mismos con derecho a dirigir y mandar a los demás. Es el caso de Rousseau, quien, por ejemplo, llegó a sentenciar que habría incluso que “obligar a los hombres a ser libres” (la fatal arrogancia, que diría Hayek).
Como sabemos, para Churchill la democracia era el peor sistema político exceptuando todos los demás; seguramente señalaba con ello el carácter incompleto e ideal de este sistema político. Se podría decir que desde que el mundo es mundo el poder político siempre ha descansado en manos de minorías. Miremos a donde miremos, hablemos de democracia representativa o eufemísticamente de democracia directa, en todos los lugares asistimos en el fondo al mismo proceso: sólo un reducido grupo controla el poder y las vidas de sus semejantes, con el agravante de que lejos de disminuir las desigualdades entre los hombres −como llegó a ser el futurible de la Ilustración− , con el tiempo, y cuando medio planeta se ha convertido en lo que llamó Wilfredo Pareto “plutocracias demagógicas”, esto se ha ido acrecentando hasta recordar épocas ya pasadas.
El hombre, como acertadamente sostuvo Hobbes, es el lobo del hombre (homo homini lupus) y esto no ha cambiado ni tiene visos de cambiar. La tiranía y opresión de uno −o de unos pocos− sobre la mayoría, ha sido la constante histórica, y la democracia, o la sociedad de hombres libres e iguales, parece permanecer como el ideal a ser alcanzado algún día por la sociedad. No hay régimen o actividad humana donde un porcentaje reducido de personas no se haya impuesto a otro mayor, con los beneficios que ello supone. No se trata, pues, de señalar una conspiración, sino de poner en valor nuevamente las tesis de pensadores como el mismo Pareto, Mosca o Michels, quienes examinaron con éxito la realidad del poder político más allá de sus formas jurídicas concretas.
Fijémonos por ejemplo en el pensamiento Woke, o en la agenda de colectivos, como el LGTBI, los animalistas, los ecologistas, etc. Estas minorías que antes se sentían amenazadas han terminado creando sus propias maneras de dominación, extendiéndolas de tal forma que son ahora ellos los que imponen su modo de hablar y de pensar, reclamando el uso del poder y los recursos que vienen con él. Como el marxismo, estos movimientos, en un principio liberadores, han terminado convirtiéndose en minorías opresoras que se apoyan en las mayorías para llevar a cabo sus objetivos. De nuevo, una minoría (haya sido o no discriminada anteriormente) se impone nuevamente a la mayoría de los ciudadanos del mundo.
Recordemos que para Pareto el dominio de la sociedad siempre estará en manos de una clase dirigente, o de lo que él llamó una élite; esto es: una élite sería sustituida por otra una y otra vez, en lo que él llamó la circulación de las élites. La historia queda convertida, así, en un simple “cementerio de continuas aristocracias”.
Por su parte, tanto Gaetano Mosca como Robert Michels llegaron a conclusiones similares. Para Mosca, la clase política necesitará siempre justificar su autoridad y lo hará mediante un complejo de ideas y valores (fórmula política, según Mosca) que será eficaz en la medida que obtenga el consenso de los ciudadanos, y para ello deberá estar en armonía con las creencias que se han ido desarrollando en la población (lo que hoy llamaríamos la ventana Overton). Mosca finaliza desmitificando el dogma de que es la mayoría la que manda, pues quienes efectivamente mandan son las minorías organizadas a través de su hegemonía ideológica. Michels, aunque se enfoca en la organización partidista, observa igualmente que toda organización en su interior termina volviéndose oligarca, lo que él llamó la ley de hierro de las oligarquías.
Estos conceptos, pues, parecen continuar sirviéndonos para abordar la realidad política contemporánea, señalándonos a su vez que nos tocará seguir esperando porque algún día haya una verdadera democracia en la que algunos ciudadanos no se sigan considerando a sí mismos “más iguales que otros”, como apuntó Orwell en la obra citada más arriba.