Es difícil no comparar el asalto a la sede del Congreso de Estados Unidos, vil y vergonzosamente perpetrado este 6 de enero —de un 2021 que ya lo promete todo menos sosiego—, con el longuísimo rosario de los turbulentos eventos que han dominado la historia republicana en América Latina, pero sobre todo con el asalto a la democracia venezolana que, con un infame par de fallidos intentos de golpe de Estado, se inició de manera abierta en 1992 —pues de solapado modo comenzó mucho tiempo atrás, incluso antes del 27 de febrero de 1989— y que, como lo reconoce hoy el mundo democrático, devino en una tiranía que ha logrado hacerse tan espantosa como los regímenes de Hitler y Stalin, y con ello posicionarse como una de las más crueles y devastadoras del último siglo.
La enorme diferencia entre el frustrado intento de socavación de la democracia estadounidense y las continuas vulneraciones del Estado de derecho en los países latinoamericanos estriba en una institucionalidad y en un sentido de ciudadanía que sin lugar a dudas son, por su mejor comprensión, sustancialmente más sólidos en ese baluarte de la libertad que constituye Estados Unidos, sin importar las fallas que como nación y sistema democrático tiene todavía ese gran país que superar. ¿Pero imperfecciones no las hay acaso, y siempre las habrá, en todas las humanas obras y en la misma humanidad?
Sea lo que fuere, una de las mayores evidencias de ello, entre muchas, es el hecho de que las fuerzas armadas estadounidenses decidieran salir a defender la soberanía de sus conciudadanos y su Constitución —la única que han tenido— pese a ser su comandante en jefe el directo promotor del asalto en cuestión gracias a sus mentiras y a su incendiario verbo, lo que, aparte de contrastar con el reprobable historial latinoamericano de ciega obediencia militar a caudillos, dictadores y aspirantes a tiranos, es un proceder que quedará registrado como una importante lección y uno de los mejores hitos de la historia del siglo XXI.
Otra no menos relevante evidencia puede hallarse en la conducta de destacados miembros del Partido Republicano —empezando por la del demócrata vicepresidente de los Estados Unidos, Mike Pence—, quienes optaron por ponerse del lado de su democracia, y honrar así un glorioso legado de dos siglos y medio, en lugar de actuar movidos por compromisos partidistas y por cálculos politiqueros basados en el supuesto ascendiente de Trump sobre una llamada «mayoría» que lejos está de ser tal, por cuanto no son pocos los que, con resolución, han cerrado también filas en torno a esa democracia a pesar de haberlo respaldado en los recientes comicios presidenciales, lo que contrasta con el inicuo historial latinoamericano de solidaridades automáticas por las que, durante más de dos centurias, se han antepuesto los intereses de partidos y grupos a los de las sociedades de esta parte del tercer mundo que se niega a dejar de serlo.
Por estas y otras razones no solo puede afirmarse que la democracia de Estados Unidos es en verdad fuerte, sino además que, a causa de esa fortaleza —y para bien del mundo entero—, se seguirán frustrando allí ambiciones autocráticas como las de Trump, cuya salida de la presidencia, por una irresponsable aventura que culminó en muerte, quedará para su recuerdo como la deshonrosa huida de un truhan por la puerta de atrás y cubierto con la sangre de incautos seguidores.
Con extrema urgencia se necesita aprender de lo que tan fuerte hace a la democracia estadounidense, esto es, de los mencionados sentido de ciudadanía e institucionalidad, en esta América Latina que se ha dejado atrapar, desde México hasta Argentina, pasando por la a diario —y del modo más salvaje— violada Venezuela, en aquella inacabable y nociva dinámica de un paso hacia adelante y tres hacia atrás, aunque para hacerlo se debe primero reconocer que la sempiterna ingenuidad por cuyo conducto ha podido penetrar hasta lo más profundo de sus sociedades el mil veces redivivo populismo que ha engendrado horrores como el chavismo, la misma por la que ahora algunos fanatizados venezolanos se han convertido en la congregación de una suerte de iglesia de Trump —un embaucador como Chávez—, así como el escaso entendimiento de lo que significa la democracia, son los principales problemas a superar en la región, porque de lo contrario seguirán constituyendo estos los mayores óbices a su verdadera emancipación y desarrollo, y más aún en países como Venezuela.
@MiguelCardozoM
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