Suele suceder, en juicios cinematográficos, que el defensor o fiscal, ambos incluso, obliguen al testigo en el estrado a que responda “sí” o “no” a cierta pregunta, como si de esta manera pudiera fundarse la comprensión y verdad de un acto humano. En realidad, ese tipo de “pregunta total” pretende castrarlo de su complejidad.
Me refiero a ello porque, en los últimos meses, se ha evaluado el estado de las democracias con observaciones “transparentes” u “objetivas”, planteadas como preguntas totales, si se quiere: ¿Existen elecciones?, ¿alternancia del poder?, ¿separación de poderes?, etcétera. Un formulario para confirmar o negar.
Esto deviene en clasificaciones como «democracias plenas», «democracias imperfectas», «híbridas» y «regímenes autoritarios». Clasificar de híbridas, por ejemplo, a Nicaragua y Venezuela, es un desatino que da respiro a estos regímenes ante la comunidad internacional.
Los formularios de las oficinas que miden y clasifican prefieren obviar las subjetividades, lo “discutible”. Lo malo es el peso de estas mediciones en la política internacional. Y, lamentablemente, los foros planetarios no representan a ciudadanos, sino a estados y gobiernos, de modo que los sátrapas se esconden en esos intersticios formalizados, lo cual niega la democracia en su más primitiva enunciación.
Lo cierto es que la democracia comienza el día después de la votación. Votar es un mero protocolo, no la democracia en sí. Las manipulaciones del voto, la imposición sutil de criterios a la opinión pública, y la simulación de la separación de poderes, facilitan complicidades y secuestran libertades bajo la apariencia de cierta “normalidad” democrática.
Como sea, la democracia solo existe como “democracia imperfecta”, pero no en la definición del The Economist Intelligence Unit; sino en dirección a la idea de Sartori de una formulación prescriptiva que, en la actualidad, bien podría expresarse en el estado de los derechos humanos. Ese sería el ideal a seguir. Inenarrable en la sociedad de la transparencia que despoja todo de “profundidad hermenéutica” y lo subordina a “un proceso calculable y controlable”, a checklists, por así decirlo, para que encaje en los procesos de comunicación e información convenidos. Esto supone que los “peros” se descartan en las observaciones de la realidad y empobrecen la idea del mundo en que vivimos.
De manera que ganar una elección es asumir una realidad hecha de grises y sin verdades absolutas, donde la soberanía “traspasada” al gobernante favorecido por un “saldo contable”, queda condicionada a la construcción de acuerdos que serán tan frágiles como la democracia misma (léase derechos humanos).
Vale recordar a Gianni Vattimo (1936-2023) y su empeño en propiciar áreas de libertad para las minorías, para los sujetos débiles. Pero Sartori también dijo, en cuanto al principio de la mayoría electoral, que los “más tienen derecho a mandar, pero en el respeto de los derechos de la minoría”.
Cuando se tiene miedo a votar, la elección no es libre ni democrática. El ciudadano cumple un protocolo que compromete sus derechos y bienestar. Su libre albedrío ha sido confiscado. Tiene miedo a la mayoría. Desearía que su voto fuera un “pero” que no diera la razón a nadie. Sin embargo, su respuesta debe ser “sí o “no”, de lo contrario, no encajará en los formularios o plantillas aceptadas. Su decisión solo será válida cuando se desprenda de su singularidad y sea cuantificada.