El valor, o mejor dicho antivalor, de la delación es antiquísima; de niño en la escuela de primaria cuando algo era muy viejo decíamos: “Muchacho, eso es más viejo que cagar agachado”.
La delación viene de lejos, podría decirse que viene de la más oscura noche de la historia o de los primeros rayos del alba de la historia. Tal como puede colegirse de la mala empiria del alma, homo sapiens siempre ha abrigado en los más recónditos pliegues de su ajado y marchito corazón ese sentimiento perverso de envidia y sectarismo que zapa o corroe las más puras entidades erótico-afectivas que pudieran signar sus interacciones sociales o políticas. El verbo delatar: “poner en conocimiento de una autoridad un delito o falta y la identidad de la persona que lo ha cometido”. (Diccionario enciclopédico Larousse). Es harto sabido que desde las primeras revueltas antiesclavistas protagonizadas por los movimientos libertarios de la Antigüedad siempre hubo a la orden del día el terrible delator o sapo que, cual Iscariote de mal agüero, siempre presto a delatar a las almas nobles que osaron desafiar al poder esclavista instituido o de turno.
Toda revolución tiene sus delatores; los hay de todo pelaje y de cualquier monta. Obviamente, se venden al mejor postor; son especie de células malignas de un tumor canceroso que minan el tejido social y se instalan en los más discretos intersticios de la sociedad y sus instituciones husmeando y recabando información para venderla a los servicios de inteligencia y contrainteligencia del régimen de marras.
Quien haya leído Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión de Víctor Serge, o quien se haya paseado por el Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn puede dar fe de este aserto que ahora sostengo en estas breves líneas. En reportaje al pie del patíbulo de Julios Fucik o en Pedro y el capitán de Benedetti puede constatarse esa triste y lamentable figura del “delator”.
La bolivariana no es la excepción, pues se reclama heredera de las revoluciones rusa, china, vietnamita, norcoreana, cubana y de cuanta experiencia socialista se ha intentado implantar en el planeta. Revolución que viola flagrantemente los derechos humanos no es digna de llamarse revolución. Pues, como lo dejó plenamente consagrado el tristemente recordado criminal Ernesto Che Guevara: “Hemos fusilado, seguimos fusilando y fusilaremos a todo aquel que se oponga a nuestra revolución”.
¿Qué otro significado puede tener el vomitivo lema que corean las gallinas cluecas prochinas y procubanas del PSUV cuando gritan: “Leales siempre, traidores nunca”? Ya en pródromos de esta “revolución de pacotilla” que pomposamente se reivindica legataria de la otrora gloriosa tradición revolucionaria se escuchaba a la difunta Lina Ron, megáfono en mano arengando a sus huestes violentas bajo la hipócrita consigna de “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”.
¿Cuál es el alcance semiológico de la amenaza que blande urbi et orbi el titular del Ministerio del Poder Popular para la Información y Comunicación (Minpopo Información) cuando dice: “Los tenemos infiltrados hasta los huesos”. ¿Acaso no es esto craso y vulgar “terrorismo psicológico de Estado? Es obvio que el propósito es enviar un “mensaje a García” que diga: “Mosca porque te tenemos grabado hasta los tequeteques”. Son técnicas de la propaganda nazi que ideó y puso en práctica el ministro de Información y Propaganda de Hitler, Paul Joseph Goebbels. Nihil novum sub solem.