Para los ciudadanos estadounidenses que somos también nacionales de países con experiencias dolorosas, como el exilio y la persecución política de los regímenes socialistas de Cuba, Nicaragua o Venezuela, resulta de mal gusto la manipulación, con fines político-electorales, del drama que hemos vivido.
El Partido Demócrata y sus dirigentes defendemos y promovemos el sueño americano, el cual se resume en la promesa de una sociedad democrática y con libertades económicas que, combinadas con políticas sociales, garantiza una movilidad social a los ciudadanos que trabajan duro para mejorar su calidad de vida. En ese contexto, un elemento inspirador del carácter de la sociedad estadounidense ha sido su apertura y las oportunidades que ofrece a los inmigrantes.
En lo personal, junto a mi familia tuvimos que tomar la dolorosa decisión del desarraigo de nuestra amada Venezuela, por la persecución del régimen debido a mi indoblegable oposición a sus arbitrariedades. Cuando salimos de Venezuela hace 15 años, nos decidimos por Estados Unidos, en la certeza de que es una sociedad con instituciones democráticas sólidas y una gran apertura con oportunidades para los inmigrantes, de lo que es prueba el éxito de la comunidad hispana. Por eso ha sido perturbador y difícil de procesar que ambos elementos sean socavados por un presidente como Trump.
Además de los paralelos entre la vocación antidemocrática y corruptora del liderazgo de Trump, es importante destacar las analogías que explican el ascenso al poder de este tipo de líderes populistas y demagogos, cualquiera sea su inspiración ideológica. En Venezuela, tuvimos una democracia sólida desde 1958 hasta 1998, cuando ganó las elecciones Hugo Chávez. El país se encontraba en medio de un colapso del sistema bipartidista y el crecimiento de la pobreza y las desigualdades sociales, en una sociedad cuya riqueza petrolera le había facilitado edificar una democracia que fue ejemplo en el continente, excepcional en la larga tradición histórica militarista del país. En las primeras dos décadas de la democracia venezolana desde 1958, el país se transformó en una sociedad de oportunidades para nacionales e inmigrantes. En algún momento (y por diversas razones que desbordan el espacio y propósito de esta columna), las inconsistencias de las clases dirigentes y el agotamiento del modelo económico petrolero fueron abriendo la brecha de las desigualdades. La pobreza aumentaba al ritmo del avance de la corrupción y la diatriba destructiva en el liderazgo político. Era un campo fecundo para la antipolítica. Afloró la demanda de una ruptura con todo lo que se tenía, sin valorar reformas e innegables conquistas. Irrumpió entonces el liderazgo carismático, confrontacional, divisivo de Hugo Chávez. El resultado es conocido, Venezuela es un país destruido. Pero cuando se piensa en la tragedia política y socioeconómica del socialismo, suelen olvidarse las circunstancias que le abrieron paso. Se desestima, por ejemplo, el hecho de que si se hubiese promovido a tiempo un conjunto de reformas económicas pensando en la sustentabilidad social, se habría fortalecido la democracia, la tolerancia y un sistema económico capitalista incluyente. En otras palabras, con igualdad de oportunidades se hubiese evitado el ascenso al poder de Chávez y su “socialismo del siglo XXI”.
Estados Unidos es un país formidable. Pero en las últimas tres décadas se ha producido gradualmente un deterioro en la calidad de vida de las clases medias y trabajadoras, expresado en el estancamiento de su ingreso, al punto de que hoy viven asfixiadas entre la deuda universitaria, tarjetas de crédito, hipotecas y, en suma, el costo de la vida, entre lo que destaca abultadamente el costo de la atención médica y los medicamentos. La recesión económica de 2008, aun cuando superada por el hábil desempeño de Barack Obama, dejó sembrada una percepción de inseguridad económica, sin revertirse del todo el estancamiento de las clases medias, aun en un periodo de baja inflación y crecimiento económico sostenido. Legislaciones, como la llamada Obamacare, impulsaron cambios positivos, pero hacen falta otros que dependen de acuerdos legislativos, todavía impedidos por la polarización. Otro factor relevante son las tensiones sociales, incubadas a partir de los vestigios del racismo, como causa sistémica de la pobreza o las desigualdades. Por otro lado, los avances alcanzados en social o racial, así como el progreso de las comunidades de inmigrantes, coinciden con el deterioro de la calidad de vida de muchas familias blancas de la clase obrera o trabajadora, cuyo bienestar está relacionado con una plataforma económica tradicional (la industria, por ejemplo), que las nuevas realidades han cambiado para siempre, forzando una transición económica que exige cooperación entre gobierno y sector privado. En ese ambiente ha encontrado campo la irresponsable prédica xenofóbica y racista de Trump.
La promesa del sueño americano ha perdido sustentabilidad y ello ha generado inmensas frustraciones. La clase política y dirigente, en vez de buscar soluciones, se enroló en una dinámica de descalificación mutua de los dos partidos que son pilares de la democracia estadounidense. En ese contexto surgió la figura de Donald Trump. Con todas las diferencias con el caso venezolano, que son muchas, desde luego, hay dos coincidencias que quiero destacar. Primero, se trata de dos formas de radicalismo populista, con tendencia a socavar y corromper las instituciones democráticas, suscitando la división social, con el propósito de alcanzar y retener el poder. Y segundo, ambos liderazgos, Chávez y Trump, surgen ante el agotamiento de una promesa básica, el país de oportunidades que en Venezuela se glosó como “Tierra de Gracia” y en Estados Unidos el ”sueño americano”.
El sistema capitalista ha evolucionado mucho a lo largo de los años. La economía de mercado ha encontrado formas de organización acordes a la especificidad de cada país y las demandas democráticas de sus ciudadanías; y más recientemente, ha admitido la urgencia impuesta por el cambio climático, que supone un desafío existencial que entraña el reto de las transiciones energéticas y económicas. Cómo lograr la sustentabilidad económica, fiscal, social o ambiental de esas propuestas puede ser objeto de debate, pero es un despropósito negar que la libre empresa y el sistema de mercado necesitan de sistemas de seguridad social y salud pública eficientes, así como garantizar el acceso a la educación y establecer formas razonables de regulación para proteger al consumidor o el medio ambiente, y sobre todo, garantizar la igualdad de oportunidades.
En mi constante trato con las familias latinas en Estados Unidos, incluidas, naturalmente, las de origen venezolano, soy interrogado con mucha frecuencia acerca de lo que pienso de esos señalamientos que, desde el Partido Republicano, acusan de socialistas a los líderes del Partido Demócrata. En mi réplica les pregunto: ¿cuáles son los tres problemas que les impiden dormir bien? Todos coinciden en señalar: 1) las costosas matrículas universitarias de sus hijos o el deterioro de las escuelas públicas por falta de inversiones; 2) la necesidad de fortalecer y ampliar la cobertura de salud bajo el sistema de Obamacare, sobre todo por el costo de los medicamentos por prescripción (cuyos precios son ridículamente altos, comparados con los de Europa, Canadá o Japón); y 3) para los emprendedores, el acceso a financiamiento para hacer crecer sus negocios, y para profesionales y otros sectores laborales, el estancamiento de sus ingresos, a contravía de las inmensas utilidades de las empresas donde trabajan. Esos problemas se han visto agravados por la pandemia y la recesión económica derivada de su pésimo manejo.
Frente a esos planteamientos les propongo: defendamos la continuidad del sueño americano. Para resolver esos problemas, y sin entorpecer la economía de libre mercado, los demócratas tenemos propuestas. En esos problemas se concentra el plan de Joe Biden para la comunidad latina, comprometido con el empoderamiento social y económico de nuestras comunidades, así como con el establecimiento de un claro camino a la ciudadanía para los inmigrantes latinos, que tanto aportan al país.
A quienes recurren a la política del miedo y la retórica populista, de usar etiquetas que desinforman y adulteran la realidad, los invitamos a formular su alternativa para resolver estos problemas. Entretanto, el partido demócrata y nuestro abanderado Joe Biden, nos mantenemos firmes en la defensa de la igualdad de oportunidades que define y sostiene el sueño americano. Mucho más, para quienes venimos de la pesadilla.
@Lecumberry