La toma del poder ejecutivo en Perú por parte de los grupos terroristas, marxistas y leninistas, maoístas —desde el primitivo Ejército de Liberación Nacional dirigido desde La Habana en los sesenta y setenta, hasta los grupos genocidas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru— la semana pasada mostró la intención que tiene el nuevo gobierno encabezado por Pedro Castillo y manejado por el líder de Perú Libre Vladimir Cerrón de instaurar un régimen alineado con el eje que se llamó ALBA en tiempo de Hugo Chávez.
El primer gabinete del nuevo gobierno tiene la misión de crear las condiciones para acabar con la democracia liberal peruana de la misma forma como lo hicieron Chávez en Venezuela (1999), Evo Morales en Bolivia (2007) y Rafael Correa en Ecuador (2008), a través de una nueva carta magna. En esta ocasión, la nueva administración de proterroristas y exguerrilleros cuenta con las mejores prácticas aplicadas durante veinte años por los regímenes del socialismo del siglo XXI. La franquicia del poder popular para liquidar el orden constitucional vigente que sustenta la democracia representativa e instaura un modelo político totalitario (reelección indefinida) cuya cabeza es el partido.
Se equivocan los que piensan que es temprano para hacer estas afirmaciones porque lo mismo se dijo del expresidente Ollanta Humala (2011-2016), quien tuvo el respaldo de Chávez. “La política peruana tiende a los términos medio” es una frase que recuerda aquella de que “Venezuela no es Cuba”, con la que se solía responder a la advertencia que hacían los cubanos en el exilio de la implantación del Estado totalitario en el país.
Una de las claves para sostener el poder estos regímenes ha sido la captación de la Fuerza Armada —sacó de la presidencia a Chávez en abril de 2002—, involucrándola en los negocios lícitos e ilícitos del “Estado revolucionario”. Una práctica desarrollada por la dictadura cubana. El Ejército controla la economía en la isla. Tiene el poder político y además gestiona sectores estratégicos, desde el azúcar, la agricultura y la construcción hasta el turismo y las industrias básicas.
En Venezuela, la FANB actúa también no solo como un actor político sino como un empresario. Interviene en los sectores más importantes de la economía: las empresas de aluminio, hierro y acero, el Metro de Caracas, así como los puertos y las aduanas. Además, participa en la industria petrolera a través de la Compañía Anónima Militar de Industrias Minera, Petrolífera y de Gas (Camimpeg), que firmó varios memorandos de entendimiento con la estatal petrolera Pdvsa. También tiene un papel importante en el Arco Minero del Orinoco. Esto sin contar su participación en los negocios ilícitos del oro, el coltán, el combustible y el narcotráfico, por nombrar los más importantes.
Antes de la caída del muro de Berlín en 1989, durante los años de la Guerra Fría, las fuerzas armadas del continente lucharon contra el comunismo en la región. Prueba de ellos son los golpes de Estado que se impulsaron desde la década de los cincuenta con uso de la violencia, la represión y la censura (Paraguay y Guatemala en 1954; República Dominicana en 1963; Brasil en 1964; Argentina en 1966 y 1976; Bolivia en 1971; Uruguay y Chile en 1973; El Salvador en 1979).
Una vez derrotado el comunismo con la caída de la Unión Soviética en 1991, la doctrina de Seguridad de Estados Unidos cambió. Los golpes de Estado fueron excluidos como arma de su política exterior. Casi todos los países eran ya democracias más o menos estables, con economías de mercado en expansión y con ciertas perspectivas de futuro. A partir de ese momento dirigieron todos sus esfuerzos a hacerle la guerra al narcotráfico y el terrorismo, pues los grupos guerrilleros y organizaciones de izquierda optaron por el negocio de las drogas para financiar la lucha contra las democracias de América Latina.
Recuerdo la anécdota que me contó Roger Pardo-Maurer. Cuando fue subsecretario de Defensa para Asuntos del Hemisferio Occidental de 2001-2006, en la administración de George W. Bush, tuvo un encuentro con el general Lucas Rincón Romero, comandante del Ejército de Venezuela (1999-2001), en el Pentágono. Al despedirse le dijo: “No golpe”.
El mensaje fue claro. Los golpes de Estado ya no contarían con el reconocimiento de Estados Unidos. Eso hacía inviable cualquier gobierno resultante de una asonada militar.
Han transcurrido 20 años de aquella reunión entre Pardo-Maurer y Rincón Romero. Los resultados de esa política estadounidense están a la vista. Las organizaciones y partidos de ultra izquierda han ido avanzando de nuevo en la región. En esta ocasión es Perú. En 2022, van por Colombia y buscan recuperar Brasil.
Estamos ante una amenaza a la seguridad de Estados Unidos en el corto plazo. En esta ocasión no solo son los regímenes alineados con el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, sino también China, Rusia e Irán. En el caso del gigante asiático, su presencia es cada vez más fuerte en Latinoamérica y el Caribe.
Por lo tanto, el golpe de Estado para restaurar o salvar la democracia liberal en el continente debería incluirse de nuevo en la caja de herramientas de la política exterior estadounidense. Las puras sanciones no están dando el resultado esperado.
En este momento, Perú podría ser un buen candidato para ello. Como ocurrió en Egipto, en 2013, cuando Mohamed Morsi fue derrocado por los militares. Los gobiernos regionales que temían el ascenso de la Hermandad Musulmana estuvieron complacidos al ver de regreso al ejército como principal negociador del poder, restableciendo el orden, la estabilidad y la predictibilidad en la tierra de los faraones.
En conclusión, empuñar las armas de la República para restablecer la democracia en América Latina es necesario. Tan pronto como sea posible, porque en la hoja de ruta de los regímenes alineados con las tiranías de Cuba y Venezuela, Estados Unidos es el enemigo que hay que vencer, como ocurrió durante la Guerra Fría con la Unión Soviética y sus satélites.
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