OPINIÓN

La década prodigiosa cumple cincuenta años

por Héctor Concari Héctor Concari

Chinatown, 1974

Hace unas semanas el apreciado colega Alfonso Molina llamaba la atención sobre los cincuenta años de una obra maestra: el Chinatown de Polanski, que– respetando escrupulosamente los códigos del policial- insufló al género una dosis de maldad metafísica y desconocida, ligada remotamente al Barrio Chino del título. Imposible resistir la tentación de verla por enésima vez y comprobar que sigue siendo magistral. Pero es interesante comprobar cómo la película se insertaba en un contexto no menos renovador del cine americano del cual emergían en esa década prodigiosa títulos que se transformarían en “clásicos instantáneos”.

El momento es apasionante. Como siempre ocurre es incomprensible sin el contexto histórico. El país se ha embarrado los pies en los pantanos del sudeste asiático y la mayoría silenciosa ha elegido para salir del lodazal a un político mal encarado pero genial estratega geopolítico. En poco tiempo su paranoia lo llevará al escándalo de Watergate y su renuncia. Entretanto, la industria del cine ha venido trastabillando durante una década larga, jugando rounds de sombra con un público que escapa a las viejas recetas y le da la espalda a la taquilla. Superproducciones como Cleopatra o El Doctor Doolittle solo han tenido de espectaculares su condición de fiascos y las únicas perlas que han aparecido en los sesenta en el horizonte son producciones independientes pero reveladoras. Una historia de una pareja disfuncional de gangsters (Bonnie and Clyde, 1967 de Arthur Penn), un filme sobre dos hippies que recorren Estados Unidos en moto (Easy Rider, 1969 de Dennis Hopper) y una comedia negra de la guerra en Corea (MASH, 1970 de Robert Altman). Algunos productores intuyen que tal vez no sean los directores de la edad de oro, ni las viejas recetas, ni las estrellas las que llamen de nuevo a los espectadores a la sala oscura. Estos tres ejemplos (hay otros) hablan de directores nuevos y frescos, audaces, venidos de la televisión en algunos casos. Hay otro ángulo que confirma la intuición. El productor más pichirre de la historia del cine, Roger Corman, ha reclutado jóvenes salidos de las escuelas de cine y a cambio de cierta libertad, muy poco dinero y el recicle de escenarios de producciones pasadas les ofrece escribir y dirigir lo que quieran. Esos jóvenes se llaman Francis Coppola (Demencia 13, 1963), Peter Bogdanovich (Targets, 1968) o Martin Scorsese (Boxcar Bertha, 1972).

El milagro se produce con El padrino, adaptación de un best seller por su propio autor con la ayuda de un director con un buen pedigree como libretista (El gran Gatsby y Patton). La película es un éxito desde el primer día y catapulta al director y su elenco a la fama. Pero al año siguiente William Friedkin logra un éxito sin precedentes con El exorcista. Le siguen la icónica Chinatown y al poco tiempo Alguien voló sobre el nido del cucu y Tarde de perros. Todas ellas, y la lista no es exhaustiva, son exitazos de público con lo cual un giro copernicano se produce en la industria. Quienes mueven las decisiones y empujan los proyectos no son necesariamente los productores sino las nuevas estrellas: los directores. Y los creadores, en general pueden llegar a ser caprichosos (tanto o más que los productores). La catarata es inevitable porque además las películas generan sus propias imitaciones. Se vuelven a poner de moda los filmes de gangsters, el demonio intenta sin éxito asustar a la gente sin el genio del exorcista, y junto a la renovación de un cine que arrima caras nuevas a la pantalla aparecen también títulos olvidables.

Ahora bien, quien y como se controla a una jauría de creadores exitosos, talentosos que parecen tener la clave del contacto con el público. Lo cierto es que en algún momento la pólvora parece mojarse. Friedkin dará un traspié mayor con Sorcerer, una remake de El salario del miedo en 1977. La película fue injustamente infravalorada tal vez porque Steve McQueen y Marcello Mastroianni no pudieron unirse al proyecto que terminó protagonizado por Roy Scheider y Bruno Cremer. Peor le fue a Coppola. Después de haber apostado y bailado al borde del abismo para consagrarse una vez más con Apocalipsis Ahora, tendrá un fracaso mayor con One from the heart. La magia de los setenta había pasado y el poder volvía a los estudios.

No se había perdido mucho sin embargo. El cine americano había recuperado su vitalidad y acaso los ochenta de Ronald Reagan iban a disolver buena parte de ese tono contestatario que Vietnam y Watergate habían traído consigo. Atrás quedaba una década prodigiosa.