Hace cinco años, el director Wes Anderson decidió escribir para después dirigir lo que llamó “una gran carta de pasión por el periodismo”. El resultado es el filme La crónica francesa, una engañosa y radiante combinación de las obsesiones del director. Regresa la extrema belleza en la puesta en escena, la convicción del director sobre las dobles lecturas y un sentido del humor satírico. Pero también, algunas blanduras en su propuesta, un argumento por momentos banal y momentos triviales. No obstante, al final la película es tal lo que prometió: una carta de amor al periodismo.
Wes Anderson es uno de los directores contemporáneos con mayor sentido de lo estético. Y no sólo en el sentido más evidente de la definición. El realizador ha logrado crear una percepción sobre lo estético, que sostiene su propio lenguaje y a la vez, pondera sobre la condición de lo hermoso como simbólico. Tal vez por ese motivo, en el mundo de su más reciente película La crónica francesa todo es pulcro, hermoso y ordenado. También, es manual y artesanal. La que se descubrió hasta el cansancio como “una carta de amor al periodismo”, es en realidad una celebración a lo manual. A la prensa, la información y la pasión por la escritura que se traduce en hojas de papel, carteleras y preciosas redacciones atestadas de periodistas.
Una y otra vez, Wes Anderson deja claro que hay algo esencial en su película y es la pormenorizada convicción del argumento en celebrar algo que ya no existe. O que al menos, Anderson da por perdido y recuerda con melancolía: la pasión por recorrer el mundo en busca de lo noticioso. La crónica francesa celebra varias cosas a la vez, sin duda. Pero su mayor acento es en la idea de lo que fue un mundo desconocido para la gran mayoría.
En un ejercicio de melancolía de una considerable ternura y que sin duda conmoverá a los nostálgicos, Anderson crea un mundo. Esta vez, no se trata solo de los tonos pastel o de la simetría pulcra. También de la vitalidad interior de una película que concede una especial importancia a las correrías de sus personajes. La crónica francesa celebra a lo grande la impresión del tiempo y en especial, la condición del periodista como héroe misterioso.
Anderson lo hace utilizando las mismas argucias que en todas sus películas y trabajado con cuidado en la percepción de lo poderoso de la pasión por la veracidad. ¿O mejor dicho, la necesidad de la competencia por lo verídico?; Hay algo franco, infantil y radiante en la forma en que la película desmenuza la forma de registrar y documentar lo cotidiano. La noticia y el periodismo son el centro del argumento — sin duda alguna — pero también, la connotación de un tipo de veracidad que emociona por su cualidad humana.
No obstante, el director se mantiene a distancia de temas realmente profundos. O incluso de alguno que resulte relevante. Y es por ese motivo que La crónica francesa tiene más de vitrina de exquisitas imágenes, que de homenaje real. Quizás en una decisión consciente o porque el filme no pretende ser más que una delicada postal de antaño, el guion es más tramposo que directo. Mucho más hermoso que sustancioso.
La obra de Anderson va de un lado a otro mostrando en todo un despliegue de recursos como era el periodismo de la vieja escuela. Pero lo hace entre llamadas telefónicas, gritos, anotaciones en cuadernos de notas. En una algarabía adorable y edulcorada que termina por estallar en una gran pirotecnia de situaciones equivocadas y a menudo, divertidas.
Aun así, el director no toca el centro medular del periodismo. No hay debates morales, intelectuales o éticos. Mucho menos, preguntas sobre el oficio o su considerable importancia. Anderson, convencido que la belleza es por si solo un lenguaje — y puede serlo — dedica una considerable cantidad de tiempo en hacer guiños delicados. A mostrar oficinas en las que la noción sobre lo que se informa y de qué manera se hace, se reconstruye en perfectos paisajes interiores. A dejar que sus personajes conversen, debatan y discutan en una alegre trivialidad que en ocasiones se vuelve confusa.
La crónica francesa, la celebración de la melancolía
Wes Anderson tiene la maravillosa capacidad de narrar con pequeños golpes de efectos visuales. Y La crónica francesa está llena de ellos. Desde la banda sonora de Alexandre Desplat —piano combinado con el sonido de teclas— hasta las oficinas como dioramas pulcros. Todo en la película está construido para relatar una historia que lleva una deslumbrante belleza en la puesta en escena.
Por supuesto, no es algo raro en la obra del realizador, pero en esta ocasión, es evidente que Anderson está interesado en realzar la cuestión de lo visual. Cada fotograma tiene el aspecto indudable de una fotografía fija o la portada de una revista. Cada escena, tiene el peso de un titular escandaloso. Pero en especial, todos los personajes son estereotipos de pequeños tramos sobre el tiempo y la historia. Anderson, que quizás se inspiró en las viñetas de antiguos periódicos para recrear su propio guion, crea una especie de secuencia de pequeños relatos. Juntos, forman una experiencia total. Por separado, podrían ser incluso antológicos.
Cual sea el caso, la fragmentación del argumento no afecta su ligereza y buen tino. A pesar de su superficialidad, Anderson sabe construir un juego de luces y espejos en que la redacción de un periódico es el mundo. Lo es en todo lo que puede abarcar y también, en todo lo que sugiere. Al principio, la historia es un gabinete de maravillas que hace imaginar la mente del director al trabajar.
Con un grupo de actores multiestelar, el cineasta logra crear de inmediato la impresión de lo voyeur. La redacción de The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun es un hervidero de energía. También de debates imposibles, de rupturas al tiempo y el transcurrir de una historia que corre debajo del argumento.
Si algo puede celebrarse de La crónica francesa, es su delicadeza al narrar, incluso sin grandes ambiciones. La película tiene un mayor interés en su cualidad excéntrica y en su encanto juguetón, que en crear una mirada más potente sobre un tema denso. Incluso en su último tramo, cuando la redacción llena de formidable alegría se torna más sombría y la película toma un necesario giro. En sus momentos más tenebrosos, La crónica francesa es una mirada cínica. En los más ligeros, una gran carcajada burlona al mundo de la información, desde un lugar por completo desconocido para la generación actual.
Periódicos, elegías y dolores: Wes Anderson en plena forma
Hace unos meses, Wes Anderson confesó que La crónica francesa es un recuerdo de su obsesión por The New Yorker. De hecho, buena parte de la película pareciera retratar el mundillo de la revista estadounidense desde una mirada burlona.
Con su elenco deslumbrante, su cámara curiosa e intrusiva, pero en especial, la celebración del tiempo, La crónica francesa es frugal e intrigante a la vez. Una paradoja que el director logró crear tiene su punto máximo, cuando la película celebra lo raro y lo bello desde ángulos idénticos. De nuevo, Wes Anderson encontró la forma de relatar lo que parecía imposible. Pero también, de celebrar lo que supuso irremediable. Entre ambas cosas, La crónica francesa es un gran estallido de energía, risas y conmovedora inocencia. Quizás, la combinación más singular de todas.