Immanuel Kant, a quien están a punto de cancelar en Estados Unidos por haber defendido la superioridad de la civilización occidental sobre otras culturas, es autor de una conocidísima sentencia, que dejó escrita en las conclusiones de su Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí». Hay que leer el resto del fragmento en que aparece para apreciar como merece la belleza y la profundidad del pensamiento kantiano. Porque lo que hace el filósofo es situarnos frente a la paradójica grandeza del ser humano: apenas una ínfima partícula perdida en un vasto universo, pero la única capaz de ser consciente de su existencia y, sobre todo, de tomar las riendas de su propio destino. Habrá también, con toda certeza, tantas interpretaciones de la sentencia de Kant como lectores tenga (no demasiados en la actualidad, por desgracia). He aquí la mía: alcanzar una comprensión científica de la realidad y usar luego dicho conocimiento para ayudar a los demás es un programa de vida mejor que cualquiera de los que nos ofrece la posmodernidad.
Hace cincuenta años la Universidad era un semillero de intelectuales (o estudiantes en trance de serlo) anhelantes por contribuir con su saber y su capacitación técnica al progreso económico y social del país. Hoy, los pocos que se animan a abandonar la cátedra o el matraz, en general por poco tiempo, se limitan a ser la caja de resonancia de partidos y líderes políticos que están muy por debajo de su propia valía intelectual y moral. Así, en algún momento de este último medio de siglo, el mundo académico pasó de ser el motor de una política entendida como servicio al ciudadano a convertirse en la correa de transmisión de otra forma de hacer política bien distinta: la que vela, sin rubor, por los intereses de los correligionarios y satisface, sin desmayo, el apetito de las redes clientelares. No debe de extrañarnos, por tanto, que en la actualidad las ideas políticas hayan quedado reducidas a meras consignas que apelan a nuestras emociones más básicas y a dogmas con los que se comulga con la misma irracionalidad con la que se aceptan los artículos de fe de las religiones o se defienden los colores de un equipo de fútbol. Y desde luego, que el debate de pareceres haya degenerado en mera disputa arrabalera entre los hunos y los hotros. Como el resto de los estamentos de nuestra sociedad, también investigadores y profesores se han visto arrastrados por la marejada de la confrontación ideológica, que poco tiene que ver con la dialéctica de las ideas.
Andamos más que sobrados de propagandistas. Precisamos, en cambio, y con urgencia, de personas que usen sus conocimientos y sus habilidades para enjuiciar las actuales medidas cortoplacistas que toman nuestros dirigentes, las pensadas supuestamente para mejorar la marcha del país; pero sobre todo, que reclamen las que nunca toman, las largoplacistas, porque el planeta se encuentra en una situación crítica. Sin embargo, lo máximo a lo que se atreve hoy el mundo académico es a practicar ese sucedáneo del genuino compromiso político que se ha venido a llamar transferencia del conocimiento (a la sociedad, se entiende). Las librerías se han llenado de títulos como ‘¿Por qué deberías estudiar lingüística?’, o ‘¡Pon un lingüista en tu vida!’. Pero uno los abre y solo encuentra una explicación más o menos sencilla de los principios y las actividades propias de la disciplina, y eso sí, un florilegio de problemas a cuya solución podrían contribuir quienes la practican. Así, aprenderemos, por ejemplo, que si contratamos a un lingüista para el centro de atención al inmigrante, el servicio que daremos mejorará, porque conoce bien cómo funciona la comunicación humana en cualquier contexto. En fin, cosas todas interesantes y necesarias, sin duda, pero que siguen siendo insuficientes. Lo que urge, como decía, es que ese lingüista baje también a la arena donde se dirime el modelo de sociedad que tendremos en el futuro. Urge que cuando los políticos hablen, por poner el caso, del lenguaje inclusivo, defienda lo que su ciencia ya sabe: que puede valer como fórmula de cortesía, pero que si se trata de luchar por un mundo más igualitario, es mejor reformar leyes y aplicar sanciones, que obligar a la gente a desdoblar sintagmas. O que cuando los nacionalistas exijan un trato tributario especial por contar con una lengua propia, les recuerde que todos hablamos una variedad lingüística diferenciada y que un dialecto es tan complejo estructuralmente y versátil funcionalmente como eso que ellos llaman lengua.
La verdad existe, no es relativa. El bien existe, no es contingente. A la verdad se llega aplicando el método científico. El bien se hace cuando tratamos a los demás como queremos que nos traten. Y no hay más. A partir de ahí, lo único que cabe es esforzarse por encontrar la explicación más exacta del mundo y por elegir el comportamiento más íntegro. La posmodernidad nos ha traído el relativismo cultural y moral, y la sumisión del intelecto a las ideologías. Y el resultado ha sido que las estrellas brillan con menos fuerza sobre nuestras cabezas y se oye menos nítida en nuestro interior la voz que nos dice qué es lo correcto y qué merece nuestra reprobación. Como hijos de la Ilustración, como herederos de Kant, pedimos más razón práctica y menos razón sectaria.
Artículo publicado en el diario ABC de España
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional