Ronald Reagan en Moscú, 1988

La Perestroika fue, en palabras de Mijail Gorbachov, una urgente necesidad surgida de los procesos de desarrollo de una ciudadanía presuntamente madura para el cambio entonces anhelado por sus integrantes. Se buscaba evitar una situación interna exasperante, señalada por una severa crisis en todos los ordenes de la vida, para lo cual debía desarrollarse una nueva estructura interna del Estado –la reorganización del sistema socialista para poder conservarlo–. En ese camino, se produjeron cambios políticos que adoptaron las ideas occidentales sobre la democracia, lo cual derivó en impactantes transformaciones económicas y sociales –se produjo el tránsito hacia una economía de mercado sustentada en la iniciativa privada y las relaciones llevaderas con occidente–. Este proceso histórico no estuvo exento de contratiempos: hubo reacciones violentas de grupos continuistas, también los cambios fueron aprovechados por una agresiva clase emergente de nuevos empresarios capitalistas, mientras se acentuaba el nivel de pobreza en amplios sectores de la población. En materia de política exterior se produjeron evoluciones sustanciales ante el fin de la Guerra Fría que por años estimuló la carrera armamentista de las grandes potencias; la histórica visita de Ronald Reagan a Moscú en aquellos primeros años de liberalización del sistema político –la glásnost que abrió las puertas a la crítica y al debate interno sobre las nuevas políticas y la gestión administrativa de los asuntos públicos, absolutamente impensables en los tiempos del dominio ejercido por el Partido Comunista–, marcó un nuevo rumbo hacia el pluralismo y la libertad de elegir, dándose a conocer pensamientos, noticias y estilos de vida alternativos a lo que durante décadas fue la línea oficial, esta vez inspirados en costumbres foráneas. Emerge en 1991 la Federación de Rusia en el territorio extendido sobre la Europa del Este y el norte del continente asiático –la heredera del imperio ruso, que había sido desde 1922 el país dominante de la extinta Unión Soviética–.

Un nuevo marco de relaciones entre Rusia y la Unión Europea abrirá posibilidades de entendimiento y cooperación, nunca enteramente libradas de discrepancias, recíprocas desconfianzas y dificultades de mayor o menor entidad. Más tarde el gobierno ruso iniciará la política de acercamiento a China y la India, a lo cual se añadirán los efectos adversos de las guerras yugoslavas (1991-2001), así como las expansiones de la Unión Europea y de la OTAN hacia los países del Este, percibidas como antagónicas a sus intereses nacionales.

Desde 2012, Vladimir Putin ha sido presidente de la Federación de Rusia, cargo que había ejercido anteriormente y desde el cual ha favorecido el uso del poder político del Estado para reinstaurar hábitos y creencias de tendencia nacionalista –la identidad cultural vinculada a una tradición histórica secular–. Si bien en su primera etapa como gobernante había encontrado una economía con ciertos indicios de expansión, no ha dejado de confrontar dificultades a lo largo de su prolongado mandato. Se ha dicho que el respaldo recibido por Putin desde amplios sectores de la población rusa tiene similitudes con la costumbre histórica de instaurar un gobierno imperioso y personalista en tiempos de crisis –en este orden de ideas, pudiera ser percibido como restaurador de la grandeza imperial, plenamente cualificado para mejorar el nivel de vida de los menos favorecidos por el cambio político de vuelta de siglo–.

Por lo que se refiere a Estados Unidos, las buenas relaciones con Rusia iniciadas por Reagan se deterioran como consecuencia de la guerra de Irak en 2003. Fue aquella la oportunidad para cuestionar el unilateralismo estadounidense, sosteniendo junto a potencias europeas la vía diplomática para resolver controversias. A ello se añaden nuevas incorporaciones de exrepúblicas soviéticas a la OTAN, percibidas a partir de entonces como proclives a occidente. Queda claro para muchos que Rusia nunca había perdido su pretérita conciencia de superpotencia mundial. Es obvio que el fomento de valores europeos en los países del Este ha tenido manifiestas consecuencias geopolíticas.

La crisis en Ucrania de los últimos días nos muestra un notable deterioro en las relaciones entre Rusia, Occidente e incluso países asiáticos que han tomado cierta distancia del conflicto –China ha adoptado una visión pragmática, alejándose de una posible reedición de la guerra fría–. La arriesgada invasión y sus consecuencias ponen en evidencia que para Rusia no es prioridad el perfeccionamiento de las instituciones democráticas; quedó hueca aquella frase pronunciada por Putin: “…Rusia no necesita ningún lugar especial, exclusivo, en el mundo. Quiero recalcarlo. Respetando los intereses de otros, simplemente queremos que se tengan en cuenta nuestros intereses y se respete nuestra posición…” (Cfr. discurso del 24 de octubre de 2014 en el club Valdai). Para algunos ni siquiera quedan garantizados sus valores tradicionales y el patriotismo, dadas las reacciones internas que al parecer han sido fuertemente reprimidas por el régimen. Las importaciones europeas de energía procedentes de Rusia añaden mayores complicaciones a la situación planteada. Por lo demás, Rusia se desconecta del mundo civilizado ante la creciente reprobación de los hechos violentos que protagoniza sobre una Ucrania que se defiende a sangre y fuego. Aún nos parece temprano para plantear escenarios.

Pero más allá de los escenarios probables, lo que corresponde abordar es el tema del orden global ante el caos que hoy agobia a la humanidad. Parece haber llegado la hora de revisar el planteamiento del doctor Kissinger sobre el equilibrio entre los Estados nacionales –partiendo de la paz de Westfalia de 1648 que puso fin a las guerras de los treinta y de los ochenta años, sentando las bases de un nuevo orden internacional basado en el concepto de soberanía nacional; también del Congreso de Viena de 1814, cuya intención fue recobrar para Europa la situación anterior a la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, restableciendo las fronteras nacionales y asegurando un equilibrio de poder que evitase el florecimiento de nuevos conflictos armados–. Un equilibrio europeo que se destruyó y se reconstruyó en el siglo XX después de la II Guerra Mundial y que hoy debería establecerse a nivel global. Naturalmente, ese propósito esta llamado a enfrentar grandes desafíos: China y sus singularidades, el Oriente próximo y su carrera nuclear, el Islam y su comunidad religiosa claramente diferenciada de la noción de Estado, el terrorismo insurgente, los movimientos identitarios de extrema derecha, la izquierda y el autoritarismo, y ahora Rusia y sus pretensiones hegemónicas de renovado irrespeto a la soberanía de naciones independientes como es el caso de Ucrania, entre otros asuntos. No se trata de un orden utópico, antes bien, es realista y ante todo indispensable, aunque como queda dicho, enfrenta retos muy serios.

 


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