OPINIÓN

La creencia necesaria

por Eduardo Viloria y Díaz Eduardo Viloria y Díaz

Desde tiempos inmemorables el ser humano ha buscado respuesta al origen de la vida, siendo la religión una fuente inagotable de respuestas | Getty Images

El presente está marcado por una avasallante imposición de lo tecnológico sobre lo natural, cada día se da por cierto que todo lo que no sea obra del prodigio de la inventiva humana tiene los días contados; lo que no tiene un sustento teórico y comprobado acaba siendo meramente un espejismo de tiempos primitivos. El humano ha sido capaz de dominar amplísimos terrenos del imaginario y pareciera que las fronteras del ingenio, por más alejadas que estas sean, tarde o temprano serán alcanzadas. La contemporaneidad está sujeta al desarrollo que la ciencia ha puesto al servicio de las personas, relegando cada día más a las creencias, lo místico y lo incierto. Nada escapa al ojo escrutador de la ciencia.

El hombre creó a las religiones como respuesta a una intrínseca necesidad por conocer el origen de la vida, articulando una compleja y diversa cosmovisión que le permitía establecer el sentido del existir. La gran mayoría de las religiones proponen que el mundo y la vida fueron creados por un ser superior. A través del tiempo se puede comprobar que las creencias religiosas son un elemento esencial en la conformación cultural; desde tiempos inmemorables la humanidad se fue estructurando en gran medida las creencias y religiones, las cuales daban orden a la socialización y establecían normas.

Los académicos y pensadores se han dedicado empecinadamente a intentar descubrir el origen de las religiones, aunque esa interrogante no fue del interés de las ciencias naturales hasta relativamente muy poco tiempo, aunque hace siglos se han planteado estudios y cuestionamientos que procuran orientarnos ante estas grandes inquietudes sobre las creencias. Tres vertientes destacan como las más conocidas: la teoría del monoteísmo original, la teoría evolucionista y la teoría subjetiva.

El monoteísmo original nos indica que la religión nace cuando Dios se revela así mismo al hombre, a quien crea a su imagen y semejanza. Dios es quien escribe las leyes que separan al bien del mal. Tiene gran conocimiento, es omnisciente, omnipresente y omnipotente.  Los seres humanos son formas de vida de Dios y estos deben vivir en concordancia con las reglas establecidas por Él.

La teoría subjetiva se fundamenta en que los seres humanos tienen la necesidad de creer en algo trascendente que les dé un motivo y alimente la esperanza de su existencia.  Un crisol de culturas tiene un sinnúmero de interpretaciones de la divinidad, pero en todas ellas se encuentra a un ser divino como fenómeno universal. El carácter religioso está presente más allá de la circunscripción de nuestro conocimiento  y se le atribuye a una intuición de nuestro desarrollo, como el aprendizaje del habla o el pensamiento abstracto.

Las leyes emanadas de la religión contribuyeron a consolidar el desarrollo de la socialización | Imagen cortesía de Garndol Benmaen

La teoría evolucionista, al igual que la subjetiva, se ciñe a que la religión  tiene su razón en el hombre mismo, que se considera un producto de la evolución social de los humanos, siendo un proceso que nos ayuda en la adaptación y en la supervivencia de nuestra especie pero que aún permanece sin explicación.

Según lo expuesto por Sigmund Freud, el concepto de Dios está enraizado en la exigencia que tiene el hombre de poseer una figura paterna y la respectiva dependencia a esa imagen todopoderosa.

San Agustín (354 d.C. – 430 d.C.) hizo énfasis en que las Santas Escrituras no debían ser utilizadas por los cristianos para esclarecer cuestiones científicas. Es por ello que es posible creer que Dios es el origen de todo y, al mismo tiempo, considerar que los planetas, las plantas, los animales e incluso los humanos surgen posteriormente como parte de procesos naturales. Es un hecho comprobable y sin discusión contraria que el Homo sapiens tiene su origen en una larga evolución a partir de antepasados que no fueron humanos, pero aceptar esta conclusión es compatible con la creencia en Dios y que todos sin excepción somos su obra.

Todo lo anterior nos indica que, en la esencia de la religión, encontramos evidencia de la exaltación de los valores morales, la confraternidad y la pureza del amor, elementos que desafían a los tratados científicos. Lograr el estado de consciencia que nos permite establecer una relación entre la propia existencia y el Ser superior es de los rasgos más interesantes con los que cuenta el humano. En un plano trascendental podemos conseguir un espacio donde nuestra psique y espíritu convivan en armonía. Como bien lo expresó Voltaire: Si Dios no existe, sería necesario inventarlo.

Es innegable que la creencia en Dios tiene un estrecho vínculo con las funciones propias del cerebro, pero no es menos probable que factores presentes en algunas religiones, como el deseo de Dios, representen una parte básica de la naturaleza humana. Pareciera que todo intento por desplazar a la fe es una tarea destinada a fracasar; en nuestra particular relación con lo desconocido, la creencia en Dios se eleva más allá de las amenazas y pone en resguardo esa pieza del complejo engranaje que somos los seres humanos. Quizá sería oportuno que ciencia y religión se encontraran en un territorio en el que, en vez de la ancestral confrontación, juntas permitan ampliar el entendimiento del Ser ysea esa la vía para descubrimos como individuos capaces de convivir y conseguir la anhelada comunión de nuestra especie.