La noticia era escalofriante. Donald Trump, Texas y 17 estados le habían pedido a la Corte Suprema de Estados Unidos que invalidara las elecciones en cuatro estados en los que Joe Biden ganó por un estrecho margen a los demócratas. Las firmas de 126 congresistas republicanos acompañaban la demanda.
A los demandantes no les importaba que Biden hubiera recibido la mayor votación en la historia electoral de Estados Unidos: 81 millones de sufragios. 7 más que Trump, quien obtuvo 74 millones, lo que no está nada mal.
Esos cuatro estados (Georgia, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin) reunían 62 votos electorales. Suficientes para arrancarle la victoria que obtuvo Joe Biden en el Colegio Electoral: 306 contra 232. La mayoría es 270. Si la Corte Suprema hubiese aceptado el burdo engaño, Biden solo habría obtenido 244 votos electorales.
El argumento para perpetrar la estafa tenía que ver con el voto por correo. Como estamos en los tiempos del covid-19, fueron muchos y mayormente para los demócratas. Los demandantes querían que se eliminasen esas boletas. El pretexto era que la desproporción encerraba la trampa hecha por los demócratas.
No es verdad. Trump votó por correo en Florida, donde ganó. La desproporción solo revelaba la actitud frente a las mascarillas y la distancia social. Muchos trumpistas opinaban que el virus era un cuento. Una mentira de los “flojillos” demócratas.
William Barr, el fiscal general de la nación, nombrado por Trump, no encontró huellas significativas de un complot para privar a los republicanos de su triunfo. Igual le ocurrió al FBI o a Chris Krebs, ex director de la Agencia de Seguridad de Infraestructura y Ciberseguridad de Estados Unidos, expulsado de su cargo por decir lo mismo.
Afortunadamente, Trump y sus cómplices no lograron la colaboración de la Corte Suprema. Hace unos días esa institución votó unánimemente contra Trump ante la pretensión de invalidar las elecciones en Pennsylvania. Votó conforme a derecho. Lo contrario hubiera sido prevaricar.
Los tres jueces nombrados por Trump -Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett- demostraron que una cosa es ser conservador y otra muy diferente ser un pelele en las manos del que te nombró. Probaron que eran juristas serios y no unos funcionarios aterrorizados.
A fin de cuentas hay una antigua tradición de independencia del Poder Judicial en Estados Unidos. Earl Warren, en 1954, a pocos meses de ser designado por Eisenhower como presidente de la Corte, falló en contra de la segregación racial en las escuelas, pese a la petición especial que le había hecho el general.
El Poder Judicial es el más importante en cualquier Estado de Derecho. Lo he escrito antes: los reyes en el mundo medieval eran la cabeza del Estado porque “decían derecho” en su “juris–dicción”. Juzgaban y hacían justicia. En Castilla, durante el tiempo en que no tuvieron sede, el rey deambulaba por el reino con los códigos guardados en carretas. Eso era admirable.
Recuerdo con emoción las elecciones del año 2000. Parecía que el país estaba al borde de la guerra civil. Republicanos y demócratas estaban a la greña. Los insensatos llamaban a afilar los cuchillos. Una legión de abogados debatía sobre las intenciones de los electores cuando infructuosamente perforaron las boletas en unas máquinas viejas.
La Corte Suprema falló y súbitamente todo se calmó. Al Gore reconoció su derrota, los abogados se retiraron y los locos guardaron sus cuchillos afilados. El conjunto de la sociedad admitió el fallo, aunque no le gustara.
¿Cuál había sido el fallo? Sencillo: el Poder Judicial no podía decidir quién ganaba o perdía las elecciones, pero sí era de su incumbencia establecer si se habían cumplido las reglas por las que los comicios habían sido convocados.
Nadie podía saber a ciencia cierta las intenciones de los electores, pero la regla era que se descartasen las boletas que ofrecían dudas. Así las cosas, George W. Bush había ganado por 538 votos en el estado de Florida y se convertía en presidente del país.
Ese razonamiento, impecable desde mi punto de vista, era contrario a los designios de Trump: le correspondía a cada estado determinar el procedimiento de votación. De manera que quienes han decidido votar por correo han cumplido con la regla. No era tarea, pues, de la Corte Suprema
invalidar esos votos. Se veía venir el batacazo.