OPINIÓN

La corrupción y sus influencias externas

por Miguel Erroz Gaudiano Miguel Erroz Gaudiano

Es habitual escuchar que necesitamos personas con altos valores cívicos y morales para gozar de una sociedad más justa y con menos corrupción. Incluso se puede oír a nuestros dirigentes hablar sobre la importancia de la honestidad, de la imparcialidad y del respeto a los derechos. Sin embargo, a la hora de poner en práctica estos valores, la experiencia ha demostrado que muchas veces se vacila; reconocer que se encuentran dificultades para ponerlos en práctica refleja que poseerlos no siempre basta.

Múltiples razones pueden llevar a actuaciones indebidas. Quizás la más aparente sea el amor propio, que conduce a pensar en uno y en sus seres queridos antes que en los demás. Este sentimiento se manifiesta en todo individuo y sociedad, independientemente de la conducta de sus gobiernos. Es una característica inmutable del ser humano. No obstante, en sociedades como la nuestra, el amor propio juega otro papel, uno corrompedor.

Para entender este papel que desempeña el amor propio, cabe observar que determinadas circunstancias pueden colocar a una persona en una situación de conflicto de intereses en la que se ve obligada a elegir entre alternativas injustas: ejercer sus valores, por un lado, o proteger su bienestar personal, por el otro.

Por ejemplo, un número significativo de funcionarios (como jueces, fiscales e inspectores) podría verse obligado a escoger entre seguir la orden injusta del gobernante o ignorarla y arriesgarse a ser destituido. Este tipo de decisión es personal, pero no se toma libre de influencias externas. Las finanzas personales pueden quedar en peligro, amenaza frecuente que atenta contra el bienestar propio y familiar. Naturalmente, bajo estas presiones, muchos sucumben ante la coerción.

En numerosos países de América Latina, la estructura de poder dentro del Gobierno (p. ej., quién nombra a quién) les concede a los dirigentes políticos instrumentos con los que presionar a los empleados públicos. Esto resulta evidente ante la dependencia expresa de los funcionarios hacia los gobernantes de turno; sus cargos no son independientes, son un botín político, lo cual los subordina a los mandatarios.

La estructura gubernamental de estos países permite a los políticos presionar a los empleados públicos y utilizarlos para repartir privilegios. Cuando se suma la autoridad que los funcionarios tienen sobre los bienes y servicios públicos y el Estado sobre los negocios privados, esto conspira para que una élite política extienda su poder sobre la esfera económica y social del país.

Sin embargo, los dirigentes políticos dependen de sus colaboradores. Hasta el gobernante más autoritario requiere apoyo para obtener y mantener su posición. Allá donde la estructura gubernamental lo posibilite, el político que no otorgue privilegios, puestos, concesiones e inmunidad para asegurar el aporte de partidarios y patrocinadores difícilmente se sostendrá en el ámbito político. Como consecuencia, en estos países las coaliciones y los partidos políticos exitosos han sido históricamente formados con base en el reparto del patrimonio estatal, «el tan anhelado clientelismo», disimulado por astutas promesas y bien pensados eslóganes.

El vasto alcance del poder político proporciona grandes beneficios a los aliados de los gobernantes. A la vez, las restricciones reglamentarias, la ineficiencia burocrática y la corrupción (mecanismos para facilitar la coerción e invitar al clientelismo) le dificultan la vida al pueblo.

El resultado es que el bienestar del ciudadano se ve afectado y, para protegerlo, a menudo este puede verse forzado a incumplir procesos legales o a buscar el apoyo de un dirigente político a fin de obtener «favores». La presión se establece para que muchos ciudadanos busquen conectarse como puedan a los políticos todopoderosos, lo cual inadvertidamente perpetúa el sistema clientelista.

En resumen, cuando la estructura gubernamental no evita la dependencia, numerosos sectores de la sociedad son expuestos al chantaje. Se crean situaciones que obligan al pequeño y al grande, al pobre y al rico, a escoger entre su bienestar o sus valores. Independientemente de cómo lleguen a una decisión, vulnerarán sus valores o la estabilidad socioeconómica familiar.

El tipo de estructura de poder que posibilita la coerción, animada por el amor propio habitual, impulsa a funcionarios, políticos y al ciudadano común hacia una conducta indebida. La solución no se encuentra en esperar que las personas ignoren su propio bienestar. La solución está en adoptar estructuras gubernamentales diseñadas para eliminar tales conflictos de intereses y alinear el interés personal con el común. Este tipo de estructura se emplea en todos los países que han logrado reducir la corrupción y garantizar la justicia.