América Latina está en crisis. Lo que hemos visto en muchas calles de nuestra región durante el último mes es de origen multidimensional y también estructural. Hay hartazgo y decepción. Hay leñadores supliendo el fuego. Hay tecnología que empodera, hay rezago en garantías sociales y económicas, la brecha social es amplia y faltan redes de protección a los excluidos. Pero hay otras cosas que suman a las reacciones violentas, el abuso de poder y la corrupción. La gente no ve en los gobernantes líderes sino empoderados. No quieren nada que demuestre que sus empleados son poderosos, que discriminan y generan injusticia. Hay una ofensa de corte horizontal, la corrupción. Los jóvenes la detestan y la quieren exterminar.
No hay nada en la literatura especializada que demuestre que la huella de la corrupción tiene distintas tintas cuando se trata de que del lado del spectrum político se encuentra una persona. Las personas que se corrompen pueden ser de izquierda, de derecha, de centro o simplemente apolítico en general y ante distintas dimensiones de gobierno, a nivel nacional, local o legislativo. El corrupto cree en sus intereses y no en los intereses colectivos. No le importa el perjuicio que produce su acción en la sociedad a la que pertenece. Su principal interés es beneficiarse de los dineros que no ha trabajado honestamente, pero sí ha producido por la vía de asaltar las arcas de una nación. La historia está llena de corruptos en todas las épocas, en todos los tiempos, en todos los países y con distintas fórmulas.
Esta realidad que desdibuja la aspiración de la mayoría de los legisladores que han producido las leyes contra la corrupción pareciera imposible de aplicar.
La mayoría de los países tienen suficientes instrumentos jurídicos para combatirla y además, si tienen voluntad de luchar contra la corrupción, solo tiene que tomar medidas ejemplares contra aquellos funcionarios que abusan de sus cargos y han usado los mismos para beneficio propio.
Todo aquel funcionario que use para su merced o el de su familia cualquier prebenda del Estado o dinero público está violando la ley y está inmerso en un acto de corrupción. Es así de fácil. Empleado del Estado que viva con niveles superiores a los que generan sus ingresos debe estar dispuesto a demostrar el origen de ellos.
Quien abuse de prebendas no estipuladas en la ley es sujeto de sanciones.
Por otra parte, la mayoría de nuestros países son signatarios de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. Con ella tenemos un camino bien ganado si efectivamente queremos combatir ese flagelo.
En su preámbulo, este instrumento jurídico universal que nos vincula reconoce «la gravedad de los problemas y las amenazas que plantea la corrupción para la estabilidad y seguridad de las sociedades al socavar las instituciones y los valores de la democracia, la ética y la justicia, y al comprometer el desarrollo sostenible y el imperio de la ley». Registran los vínculos entre la corrupción y otras formas de delincuencia, en particular la delincuencia organizada y la delincuencia económica, incluido el blanqueo de dinero.
Por ello los Estados parte se comprometieron a establecer medidas y sistemas para exigir a los funcionarios «que hagan declaraciones a las autoridades competentes en relación, entre otras cosas, con sus actividades externas y con empleos, inversiones, activos y regalos o beneficios importantes que puedan dar lugar a un conflicto de intereses respecto de sus atribuciones». Y tomarán medidas disciplinarias o de otra índole contra todo funcionario que transgreda los códigos o normas. Es así de claro y fácil. No es un invento criollo, es la manera que el mundo civilizado entiende el deber ser del funcionario.
No se requieren más instrumentos jurídicos. Si quieren luchar contra la corrupción hay que demostrarlo con firmeza, con compromiso, con transparencia y con ética.
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