La modernización de Venezuela a lo largo del siglo XX se debe en buena parte al influjo de enormes rentas por la venta de nuestro petróleo en los mercados internacionales. Su aprovechamiento ocurrió durante décadas, felizmente, bajo un liderazgo político democrático comprometido con la dotación de servicios a la población y la inversión en la infraestructura que los sustentan, en un marco de libertades y garantías a los derechos individuales que redituaron en la mejora de su bienestar.
Desde luego, su gestión no fue impecable ni estuvo exenta de errores. De haber sido así, no habríamos caído tan fácilmente bajo el hechizo de un populista que pregonase la redención de un Pueblo (con mayúscula) que, según él, había sido despreciado en este proceso. Particularmente vulnerable a esa prédica fue la creciente discrecionalidad con que los gobiernos gastaban esas rentas, sobre todo en los años de bonanza. Si bien privó un Estado de derecho que obligaba al control presupuestario por parte del Congreso y medios de comunicación perspicaces aireaban abiertamente los asuntos de gobierno, se fue asentando un manejo paternalista y clientelar de los recursos petroleros. Contribuyó con la creencia de que las mejoras continuas en el bienestar de los venezolanos eran un derecho, por lo que toda insuficiencia o falla reflejaría la indolencia, falta de voluntad y corruptelas del gobierno de turno.
Esa sensación de “pueblo traicionado” en un país rico se exacerbó cuando la renta dejó de crecer y Venezuela entró en una década de estancamiento, controles y regulaciones, la “década perdida” de los ochenta. “¡Las élites se estaban quedando con mi parte!”, sería una forma algo caricaturesca, pero no tan alejada de la realidad, de lo que, probablemente, pensarían muchos venezolanos. Y, de hecho, los controles ampliaron las oportunidades para la corrupción y los favoritismos. Se resquebrajaron las bases del contrato social asociado a la “Siembra del Petróleo”. Las reformas de CAP II se estrellaron, como se recordará, contra los intereses creados en torno a tal arreglo, ya inviable. Pero lejos de apoyar un cambio de modelo, basado en la apertura, la competitividad y el desmantelamiento de los controles, muchos prefirieron buscar culpables. Sabemos a lo que condujo. El recuento permite resaltar la impronta moralista del imaginario con que Hugo Chávez pudo ganar las elecciones en 1998. Las cúpulas podridas no sólo habían privado al Pueblo de su legítimo derecho a disfrutar del bienestar que prometía la riqueza petrolera, sino que, con su corrupción, habían traicionado también los sueños de Bolívar.
La respuesta “revolucionaria” fue una ofensiva, alimentada con una simbología épica de batallas, para ir desmantelando las instituciones que impedían al Pueblo el acceso directo al usufructo de la riqueza que le pertenecía. Se pasó por encima o se neutralizaron las normas y procedimientos de la democracia representativa que intermediaban en la forma en que esa renta debía ser aprovechada. Ahora sería Chávez, “hijo del Libertador”, quien se encargaría directamente de hacerle llegar al Pueblo oprimido lo que era suyo. Se instaló una economía de reparto a través de una variada gama de misiones, que también comprendía todas aquellas operaciones que afianzaban el control sobre la economía, clave para viabilizar tal programa. Quienes se oponían a estas conquistas populares eran enemigos del Pueblo por lo que era legítimo reprimirlos y/o negarles sus derechos.
No tiene por qué dudarse de la sinceridad de esta propuesta. No olvidemos que, entre quienes militaron en la gesta chavista en sus comienzos, había un contingente de la vieja izquierda irredenta, de formación marxista, para la cual el Estado burgués era instrumento de la explotación capitalista. Por lo demás, Chávez prometía hacer realidad las promesas que la “partidocracia corrupta” no había cumplido. No hay duda de que, en sus comienzos, muchos creyeron en esta bandera.
Lo cierto es que, una vez suplantadas las normas de la institucionalidad democrática y acorraladas las fuerzas de mercado por la intervención estatal, los asuntos económicos pasaron a depender de los criterios personales del máximo representante de los intereses del Pueblo: el comandante en jefe. La destrucción de contrapoderes, de salvaguardas institucionales y de la prensa crítica, inexorablemente plasmó la máxima de Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
El Chávez resabiado por las artimañas que rápidamente aprendió para ampliar su poder, aprovechó las oportunidades de corrupción que abría el uso discrecional de recursos, sin controles, para forjar alianzas con factores de poder. “Siempre que profeses lealtad hacia mí y me apoyes, voltearé a otro lado”. Nicolás Maduro, desprovisto del carisma de su “padre putativo” y de su auctoritas entre los “revolucionarios”, hizo de este tipo de arreglos la piedra angular para la configuración particular de su poder, sobre todo con los integrantes de la cúpula militar, del poder judicial y con sus aliados internacionales.
Ahora bien, la corrupción deliberada de magistrados, generales y demás enchufados no contradijo los cánones de moralidad que inspiraba a la “revolución”. Porque la corrupción fue integral; no se plasmó solo en los asuntos económicos. Subvirtió o corroyó igualmente los criterios con que se evalúa la justeza de actos y procederes “revolucionarios”, edificando una falsa realidad que absuelve todos los desmanes cometidos a favor de “la Causa”. “¡Dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada!”, como sentenció Fidel Castro. Milovan Djilas, quien ocupó la vicepresidencia en Yugoslavia al triunfar la revolución conducida por el mariscal Tito, describe luego, desencantado, como el enriquecimiento y los privilegios de una “Nueva Clase” encontraba justificación alegando su protagonismo en las conquistas revolucionarias que se habían logrado en beneficio del Pueblo. Es la perversión total que describió Orwell, que pone los valores y los conceptos de cabeza en aras del control totalitario. En Venezuela, las irregularidades que forjaron la actual aristocracia militar – civil son absueltas y reivindicadas en el marco de la lucha contra la “agresión imperialista y la defensa de la soberanía nacional”. Se llama fascismo.
En un video reciente, aparece Nicolás Maduro con un reloj Hublot, valorado (supuestamente) en 43.000 dólares. Recordemos la cena de lujo que disfrutó hace años en el restaurante del famoso chef, Salt Bae, en Turquía, mientras la hiperinflación en Venezuela arreciaba, condenando a millones a niveles de hambre nunca antes vistos. ¿Cargos de conciencia, propósitos de enmienda? ¿Acaso los hubo cuando se hizo filmar bailando mientras sus esbirros mataban manifestantes en la calle? Los determinantes morales de la conducta, lo que es “correcto” e “incorrecto”, se definen con relación a su funcionalidad para con el poder “revolucionario”. También los criterios de verdad. Tareck el Aissami no cometió delito alguno hasta que se descubrió que la fortuna que birló al Fisco formaba parte de un plan para reemplazar a Maduro. Porque en ese pulso resultó que el poder “revolucionario” lo representaba él, no Tareck.
La devastación y la ruina de las bases de sustento de los venezolanos no ha sido ninguna casualidad. El socialismo chavo-madurista, lejos de la visión productivista que pregonó Carlos Marx, ha hecho de la expoliación de la economía su leitmotiv. Ahora, como candidato a la reelección, Maduro ofrece solucionar los graves problemas que él mismo acentuó. Empeña su palabra (¡!) a potenciales inversionistas en el sector petrolero. Pero su discurso emite un tañido hueco, a pesar de controlar todos los medios formales. Las penurias y miserias de los venezolanos terminaron con la ruptura de la burbuja ideológica del “socialismo del siglo XXI” para todos menos el grupito de fanáticos que siguen engatusados en la prédica “revolucionaria” del fascismo chavo-madurista. Su misión (única) es conservar el poder, no mejorar el bienestar de los venezolanos. La corrupción es consustancial a ello, porque pervierte los valores, la ética en la conducción de los asuntos de Estado, la moralidad pública, la consideración por los derechos humanos. ¿Cómo restaurar libertades, sus garantías, el Estado de derecho, de bienestar social, una prosperidad creciente, en una situación de anomia como la que impera en el régimen chavo-madurista?
Para terminar con la corrupción integral que lo imposibilita, el cambio democrático es imperativo.
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