Hay tres elementos que, con soterrado entusiasmo, comparten la casa real y el cine británicos: el respeto a la tradición, el gusto por el ritual y el escrupuloso apego al lenguaje correctamente formulado. La ironía no es menor. Si una cinematografía ha pulido con esmero la forma de narrar, cuidando de no apartarse de los cánones establecidos, ha sido la inglesa. Todo el cine inglés, incluso sus inevitables tentaciones de ruptura en los años sesenta (la época del llamado Free cinema en los sesenta), se dieron en un contexto de clasicismo y apego estricto a las reglas que la tradición mandaba. Sin contar con una dramaturgia vigorosa, actores de primerísimo nivel y técnicos que mucho sabían de su especialidad. Una isla de razón y flema, alejada de las estridencias, no siempre afortunadas, del cine mundial. En ese contexto, un autor de los últimos años llama la atención. Si bien se reserva un lugar en la retaguardia ignorada de los libretistas, la obra de Peter Morgan es espléndida. Es un escritor eminentemente político por la elección de sus temas, para cuya
relevancia tiene un olfato especial, pero además cultiva una sensibilidad muy especial por el drama sólido, los personajes bien
definidos, ocupando espacios agónicos convincentes en conflictos relevantes. Morgan es, en lo esencial, un entomólogo del poder. A veces irracional, como cuando describe los delirios de Idi Amin Dada, el caudillo de Uganda (El último rey de Escocia, 2006), a veces
confesional, en “Frost/Nixon”, crónica de un presidente caído. A veces se aparta de la política para abordar su espejismo lúdico, el fútbol (Manchester United, 2009), o la historia de Ana Bolena (The other Boleyn Girl) o el coqueteo entre demócratas y laboristas que cimentó la relación Clinton-Blair (La relación especial, 2010). Pero donde su olfato y su talento se despliegan magistralmente es cuando su objetivo es la casa real inglesa. Comenzando por La reina, que en 2006, se colaba en las intimidades de los Windsor en un momento capital para la historia de la familia: la muerte de Lady Di, la princesa repudiada por la realeza pero adorada por su pueblo. La película era una joya porque el libreto de Morgan y la dirección de otro talentoso, Stephen Frears, describían el choque de emociones, cálculo político y ceguera familiar que sacudían a la corona y como la Reina, sostén cultural de la nación, leía con talento y experiencia el momento político y timoneaba las fobias y los amores para que la nave, en un momento de extrema fragilidad frente a los súbditos, no hiciera agua. Y lo lograba.
El origen de The crown-La corona, la serie de Netflix que llega a su cuarta temporada, está en esa película de Morgan y Frears. Porque en realidad, si bien la Corona, como entidad cultural unificadora de un imperio que ya no es tal, es el marco en el cual se desenvuelve la acción, hablamos de quien representa a la Corona desde hace 68 años. Alguien que vio pasar catorce primeros ministros, 12 presidentes de Estados Unidos, y mantuvo su reinado a salvo de las dentelladas del cambiante mundo de la guerra fría, la caída del muro, la unificación de Europa, el ascenso de los populismos y los escándalos y chismes de hermanos, primos, sobrinos , hijos y, ahora, nietos.
La serie es la vida de la reina Isabel 2, o, mejor aún, cómo se ve un mundo cambiante desde la perspectiva de una institución que se piensa a sí misma como permanente. La temporada uno estaba dedicada a ese aprendizaje, de la mano del enorme Winston Churchill; la segunda y tercera mostraban a una reina cada vez más madura, observando de lejos los problemas de los políticos, consciente de no poder intervenir, salvo cuando su institución se ve afectada. La cuarta temporada es, si se quiere, un antecedente de la crisis que la afectará en la ya mencionada La reina. No tanto porque el acto desencadenante de la película es la muerte de su futura nuera que aparece aquí por primera vez en el mundo de los Windsor. En realidad esa segunda columna de la temporada es casi secundaria. Lo que importa es que vivimos los tormentosos ochenta. En Estados Unidos Reagan ha ascendido al poder para restaurar el honor perdido en Watergate, Vietnam y la Administración Carter. Este ascenso encuentra su eco en la maltrecha Inglaterra que los laboristas le dejan a Margaret Thatcher, quien llega al poder con una misión: desmantelar un Estado fofo e ineficiente y liberar las fuerzas del mercado. La relación es maravillosamente disfuncional, entre dos mujeres, una que ha observado el poder desde la cima, sin poder realmente actuar, y la otra, que ha trepado esa montaña y que llega a la cumbre precisamente para actuar, con prisa y sin pausa porque los tiempos políticos así lo mandan. Hay, en ese vínculo un ingrediente peculiar. El de reina es un rol materno, y por lo tanto femenino por excelencia. Un primer ministro, por el contrario es, al menos en el imaginario de los ochenta, un rol masculino que Thatcher busca y logra encarnar. Ambas son madres, pero una lo es de sus hijos y súbditos. Thatcher, en un capitulo revelador, solo asume, y solo frente a la reina, su papel de madre cuando su hijo desaparece en Argelia, para luego reaparecer sano y salvo. Durante el resto, para asombro de la reina, Thatcher solo es su figura pública, es la dama de hierro, papel que la victoria en Malvinas va a reforzar.
Esa extrañeza con la cual es vista por la casa real, tiene su contrapartida en la forma en la cual ella ve a la realeza. En el fondo al convivir por unos días con ellos, llega a una sola conclusión. Los desprecia, si no a ellos, al menos a su frivolidad. Hay un solo personaje excluido de este desprecio. Es la reina, con la cual puede dialogar porque ambas, cada una en cada extremo representan la autoridad, terrena, táctica y coyuntural para la primera ministro. Tradicional, cuasi eterna , suprema figura moral de la nación en el caso de la otra. Por eso, Thatcher, en un inverosímil momento de debilidad, se quiebra y llora. Pero solo puede hacerlo frente a la reina.
La serie es apasionante y muy recomendable. Es válida la reflexión que las series suscitan como removedores del lenguaje cinematográfico. Por su extensión y formato, otorgan a libretistas y productores una libertad narrativa que, entre otras cosas, desplaza la importancia del director. The Crown es una creación de su libretista y productor Peter Morgan.
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