La transparencia en la ejecución de los métodos preceptuados de participación de la sociedad nacional en la elección de aspirantes a los cargos de representación popular confiere legitimidad de origen a quienes resultaren válidamente escogidos. El escrupuloso cumplimiento de las normas constitucionales y legales por parte de los poderes públicos reafirma esa legitimidad de origen y hace innecesaria la coacción o el uso de la fuerza bruta para lograr el acatamiento de sus resoluciones de interés general. El sentimiento de respeto a las instituciones políticas y a quienes las representan será resultante de lo antes dicho; y el prestigio de la autoridad competente se afianzará en tanto y en cuanto contribuya a la sana coexistencia social entre personas libres e iguales ante la ley.
La política contemporánea recibe el renovado influjo de tendencias actuales como la globalización, la vigorización de la sociedad civil, la aparición de nuevos actores sociales, el aventurado renacer de corrientes identitarias –individuales y colectivas–, el reclamo de lo étnico, la visión multicultural del mundo moderno, la polarización ideológica, entre otros asuntos relevantes. Ello nos obliga a indagar sobre nuevas perspectivas y métodos de análisis, a fin de comprender las corrientes de pensamiento y acción que no solo penetran lo público, también afectan la esfera privada del ciudadano.
Pero ese no es precisamente el tema que concierne a la Venezuela de nuestros días aciagos. Parece obvio que la sociedad democrática no fue capaz de comprender los contenidos y alcances del cambio político propuesto en 1999. Todo cuanto hemos dicho en el primer párrafo de esta breve disertación resultó derogado en el curso de las dos décadas que nos preceden. No hay legitimidad de origen, tampoco Estado de Derecho, menos aún respeto a las instituciones políticas –sobre todo por quienes hoy las representan, empeñados en degradarlas, como demuestran los hechos–. De allí que el Estado venezolano como organización política ejerce el monopolio de la fuerza en detrimento de los ciudadanos con derecho a expresarse en libertad de conciencia y espíritu de autodeterminación –entendida como decisión autónoma, consensuada, no resultante del chantaje dominante–. Bajo semejante estado de cosas, hoy por hoy no parece útil abordar el estudio de la política contemporánea a nivel mundial, a la luz de las tendencias actuales previamente anotadas; ya llegará el momento de hacerlo, cuando se superen los males que nos asfixian.
¿Qué nos queda entonces a los venezolanos? Dar por definitivamente perdida la República no puede ser una actitud razonable. Caer en la trampa de los “intereses creados” –satirizados por Jacinto Benavente–, aquellos que permutaron respetos y afectos auténticos por haberes materiales –en Venezuela serán gratificaciones deshonestas otorgadas por el régimen a los afanados de la riqueza fácil, a los pícaros, logreros y buscones a quienes acusaba Uslar Pietri de proliferar en la podre de la corrupción–, tampoco puede ser digna respuesta de nuestros connacionales de buena voluntad. Ni hablar de soluciones violentas o vías de hecho, mientras tengamos la absoluta convicción de que en el camino de la democracia, la democracia es el camino.
Dicho lo anterior, la dignidad nos exige acogernos a la consulta popular constitucional (prevista en el Artículo 70) convocada entre el 7 y el 12 de diciembre próximo, con el propósito de alzar la voz y expresar un legítimo parecer, una opinión que debe ser oída y debidamente registrada como aquellas vibrantes proclamas que todavía reivindican nuestro orgullo de ser venezolanos. Será como ha dicho el padre Ugalde en su reciente artículo, un apoyo al fundamental derecho a la vida que tenemos todos los venezolanos donde quiera que estemos, tanto como la reprobación pública a quienes mantienen confiscada nuestra institucionalidad democrática. Y en tal sentido, lejos de criticar a los organizadores de la consulta civilizada, de calificarlos de ingenuos o de poco prácticos, es preciso aplaudir y ante todo respaldar con actitudes afirmativas ese canal de expresión popular que han puesto a disposición del ciudadano común. La consulta, como ha dicho también el padre Ugalde, “es para que el mundo y nosotros mismos nos escuchemos en un sí rotundo y unitario al cambio”.
Naturalmente, el desafío gubernamental hará de las suyas para impedir que los desamparados se expresen con libertad; ello aunado con la miseria colectiva que hoy envuelve amplios sectores de la población, aquellos que no pueden atender sus necesidades básicas. Tampoco habrá facilidades de transporte para movilizar a las masas. ¿Pero acaso se justifica que quienes puedan movilizarse o expresarse desde sus respectivas localidades, no lo hagan por asumir que la consulta va a ser un fiasco? Todo lo contrario, el motivo de decepción será la abstención de quienes pudiendo hacerlo, se queden en sus trincheras esperando a Godot; caigamos en cuenta, de una vez por todas, que lo peor no es contarse entre quienes participan en la consulta, sino entre quienes no hacen nada para rescatar la plena vigencia del sistema democrático –ello incluye a quienes proponen participar en la antidemocrática e ilegítima elección parlamentaria que se avecina–. ¿O es que acaso alguien ha propuesto una mejor alternativa ante lo que se nos viene encima como país?
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