¿Cómo construir, desde Venezuela, un espacio de sabiduría común y de suyo humana –dejando atrás ideologías y enconos cainitas – para que sea consistente con nuestra común identidad, que no es mera tradición paternalista y sí muy cristiana? ¿Cómo conjurar, en suma y en efecto, al mal absoluto que se hizo presente hace más de tres décadas, a partir de El Caracazo, en 1989?
Lo primero será tener muy presente la enseñanza válida y contemporánea que nos legase Benedicto XVI, distinta de la que rigió durante el período de entreguerras en el siglo XX. Es cuando Pio XI forja a la Acción Católica para cristianizar a la sociedad y la vida pública, pero deslindándola del activismo político a fin de proteger a los laicos de la arremetida totalitaria fascista, nazista y comunista.
Reza así el predicado del Papa Ratzinger: “Compete también a los fieles laicos participar activamente en la vida política de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común. Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural, sino, dondequiera que se comprometen, les mueve la certeza de que Cristo es la piedra angular de toda construcción humana” (Cursivas nuestras).
En orden a esta, en primer término, se trata de asumir a la democracia como filosofía de vida y estado del espíritu, y al efecto de dialogar con las gentes, en sus diversidades, para forjar consensos al respecto; distintos de la simulación de lo imposible, a saber, el diálogo –salvo el trato cortés y bajo las reglas del Estado de Derecho– con “aquellos a quienes [no les] importa la defensa de la vida y de la libertad”.
Todo ello implica un compromiso que, por muy democrática que sea su contextualización, desborda al concepto de lo partidista, pues atiende a la defensa de los universales, a las bases angulares de la sociedad que se debe construir y mal pueden diseñarse o trabajarse bajo el criterio de las mayorías o las minorías electorales. “Los cristianos no buscan la hegemonía política”, precisa el Pontífice.
Seguidamente, como además se trata de construir un espacio y un mensaje claros, empeñados con la reconstrucción de Venezuela y bajo las realidades exigentes del siglo XXI, que son culturalmente deconstructivas y pulverizadoras de lo social, importa y a la vez es crucial comprender y entender al inédito «ecosistema» que emerge hace 30 años e inevitablemente condicionará nuestro quehacer y el hacer de los venezolanos hacia el porvenir. Me explico.
La historia de la humanidad, la de los hombres, pueblos y ciudades, con independencia de fenómeno secular de las migraciones – el mundo, así como gira sobre su eje es a la par movimiento constante de seres humanos y cruce de culturas sobre su superficie – es de base esencialmente lugareña y sedentaria; se forja a lo largo del tiempo y con los tiempos, cuyas costumbres decantan antes de imperar y alcanzar especificidad. Lugar y tiempo son como el reverso y el anverso de la vida, sin mengua de que los seguidores de Heráclito de Éfeso – basados en la perfectibilidad de la experiencia humana, la del alma y la del espíritu en sincronía por momentos o en rutinaria asincronía – afirmen que, el tiempo es superior al espacio.
Sin embargo, así como se predica de Dios su infinitud, la emergencia del dios profano de lo digital y de la Inteligencia Artificial, ejercitando sus zancadas para la gobernanza global –aún no asegura la gobernabilidad dentro de la Aldea Humana– busca afirmarse sobre los dominios de una virtualidad desasida de lo lugareño, y del No-tiempo, a saber, de la instantaneidad, de lo fugaz; todo lo cual ha provocado una fractura antropológica y una cosificación de la experiencia de hombre, relativizando sus comportamientos individuales, familiares, sociales, y políticos. Predomina el narcisismo digital, no solo en Occidente sino entre las élites políticas nuestras adheridas a lo partidario; ese que fue derrotado el 28 de julio.
Ayer, las coordenadas de toda militancia a la luz de las enseñanzas de la tradición judeocristiana eran otras. No porque los principios fuesen otros, sino por virtud de la misma verdad del hombre, como lo afirma Ratzinger; quien a tal propósito advierte “que la cuestión social se ha convertido, al mismo tiempo, en cuestión antropológica”. Media, cabe repetirlo, un tiempo de ruptura epistemológica, cuando menos en Occidente, del que Venezuela hace parte.
“De la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana «son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» … de modo particular a cuantos están llamados a desempeñar un papel de representación”. Sobre los gobernantes, jueces y parlamentarios, por ende, sin que pueda justificarse tras la abstracción del Estado, pesa un deber grave de hacer y de rendir cuentas por sus acciones y omisiones ante los cuadros de violación o falta de ejercicio de derechos humanos, de todos y por todos.
El tiempo es otro, en efecto. Lo que no cede, es que al término la víctima siempre es una, la persona humana y su experiencia en lo individual, en lo personal y en la otredad.
La esperanza cristiana, como lo repite el Papa Emérito que fue, desde su perspectiva, que hacemos nuestra, “ensancha el horizonte limitado del hombre y lo proyecta hacia la verdadera altura de su ser”. Nos corresponde, en suma y en un momento en el que se ha instalado la liquidez cultural y política, rescatar la voz de la conciencia para librarnos del mal absoluto. El objetivo es lograr que el orden moral sirva para la regeneración del orden social y de sus instituciones en Venezuela.
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