El ser que somos los venezolanos, el mirarnos cada uno en el espejo de lo que nos es común, es el ancla para rehacer o reconstruir a nuestra nación. El daño antropológico sufrido entre 1989 y 2019 ha sido muy profundo, ha roto nuestra “constitución íntima”y no solo ha desmaterializado a la constitución formal y política que se nos impuso, en una hora de ceguedad colectiva, en 1999.
Ahora transitamos el camino de lo antinatural, el de la diáspora y la búsqueda de refugio en naciones ajenas. Afirmar lo que es solo cierto como desafío o consuelo de instante, es decir, que Venezuela estará allí donde se encuentren sus hijos, no basta para recomponer la ruptura emocional y de lazos que ya sufrimos casi 8 millones de compatriotas, más los familiares y afectos que dejamos atrás, los sobrevivientes en un territorio invadido.
El arraigo en el lugar y el paso del tiempo son los que construyen esencias intergeneracionales, pisos para el sostenimiento de la identidad; todavía más en este tiempo de virtualidad e instantaneidad digital, que acelera la disolución cultural, destruye el sentido exacto de la patria –“ser libres como debe ser”, decía Miguel J. Sanz– como su situación en la región que le da marco, y en el mismo Occidente que nos dona las raíces judeocristianas compartidas.
¡Y no es que el daño sufrido sea inédito! La guerra fratricida por la Independencia (1811-1823) y su réplica como huracán destructivo, durante la guerra federal (1859-1863), en sus efectos diluyentes sobre el ser nacional que decantara y se hace mestizaje “cósmico” durante las primeras tres centurias de nuestra existencia, encuentran acabada síntesis en la pluma ilustrada de Fermín Toro: Bajo la dictadura de José Tadeo Monagas, “el poder vigilaba cauteloso, sin cesar corrompía, y sin tregua procuraba la división de la sociedad, …, sin pararse en consideraciones morales”.
De modo que, repito como en otras oportunidades: sin una Torá que nos acompañe y alrededor de la que podamos reencontrarnos los venezolanos, otro país medrará en la localidad que nos ha visto nacer. Y volver a las raíces, lo señalo con las palabras de Jorge Mario Bergoglio –hoy papa Francisco– es “tener memoria”, no para regresar al pasado sino para poseer “identidad como pueblo” y para salir del nicho de la supervivencia; para que captemos mejor al presente sin que sus vientos nos arrastren de uno a otro lado; y para curarnos, al construir otra utopía posible, de las tendencias que homogenizan o las que nos pulverizan al punto de hacernos extraños ante nosotros mismos y ante los otros, los que nos reciben en comarcas distantes.
Sobre el descampado que somos, veamos la data dura de esa realidad que decidimos maldecir desde cuando, tras el tráfico de las ilusiones, la mayoría nuestra optó por beber el veneno del adanismo, gritando ¡que se vayan todos!
En 1945 existen en Venezuela 2 universidades oficiales y en 1955 las universidades son 5 (3 oficiales y 2 privadas). En 1998, concluida la democracia que emerge en 1958, suman 200 los centros de educación superior, sin contar los núcleos de las universidades, siendo estas 33 en todo el país. Éramos una nación formada o al menos instruida.
En 1945 cruzan nuestra geografía 5.016 km de carreteras. En 1955 estas alcanzan a 19.927 km; cifra que sube a 5.500 km en 1958 y llega a 11.000 km en 1963, durante el primer gobierno de la república civil. La red vial nacional, para 1998 es de 95.529 km. Somos un país integrado.
En 1945 existen 80 km de acueductos y 70 km de cloacas. En 1955 llegan a 1.971 km los acueductos y a 2.030 km. las cloacas, sirviéndose 60 poblaciones. Las letrinas, que construye la dictadura militar más allá de Caracas suman 149.654 para la última fecha. Llegada la democracia la cifra de acueductos crece en 65% entre 1958 y 1964. El INOS lleva su producción de agua desde 32 millones de m3 en 1958 hasta 400 millones de m3 en 1963. El agua facturada para 1997 es de 1.223.267.000 de m3. Y el agua producida llega a 3.033.899.000 m3. Para 1998 los acueductos llegan a 19.142.910 personas y las cloacas a 15.220.686 personas.
No por azar, la expectativa de vida, que en 1943 es de 46,4 años, en 1955 pasa a 51,4 años y, en 1998, a 72,8 años. Junto al agua limpia –¡agua, agua, agua! era lo pedido por el pueblo en 1958– llega la salud para todos.
El número de camas hospitalarias oficiales es de 20.100 para 1955. De los 228 hospitales 89 son privados. Los centros de salud, en poblaciones entre 5.000 y 15.000 habitantes,llegan a 11 para 1955 y a 396 las medicaturas rurales. Para 1998 Venezuela cuenta con 39,6 profesionales de la salud (23,7 médicos) por cada 10.000 hab. y tiene 50.815 camas hospitalarias. Los hospitales generales se elevan a 927 (344 del sector privado) y cuenta el país con 4.027 ambulatorios, de los que 3.365 son rurales.
La producción de petróleo, que soporta a esa demencial y extraordinaria experiencia de modernización humana, que ya es de 1.000.000 de barriles diarios promedio para 1945, en 1955 sube a 2.155.000 b/d con 60 campos en producción. Y para 1998 los pozos de producción crecen a 695, para una producción estimada de 3.804.000 b/d.
Desde el despido de 18.000 empleados petroleros que hace Hugo Chávez, la industria ha sido destruida y canibalizada. Es el pozo séptico del peculado nacional, cuya producción, en 2022, apenas llega a 685.583 b/d.
Ese patrimonio moral y material fue enterrado bajo el oprobio de una revolución que borró del mapa a nuestro siglo XX, creyendo poder reescribir nuestra historia a partir de la gesta bolivariana concluida en 1823. Venezuela es patio de bodegones y circo en el que se ventilan enconos, odios, latrocinios, que desfiguran nuestro talante de nación abierta, generosa,alegre y trabajadora.
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