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La Constitución chilena y el hastío ciudadano

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En dos oportunidades, con pocos meses de diferencia, el 4 de septiembre de 2022 y el 17 de diciembre de 2023, los ciudadanos chilenos rechazaron las dos propuestas de Constitución sometidas a su aprobación.

En ambas se impusieron por un amplio margen las opciones negativas, el “rechazo” primero y el “en contra” después. De este modo primó el voto de cabreo o voto bronca, de un claro contenido antipolítico. Un voto antipolítico que podría tener serias consecuencias disruptivas por su componente antisistema, incluso, con un potente mensaje anti casta.

El resultado de los plebiscitos mostró cuán crispado está el humor social chileno, y la intención de no dejar pasar proyectos constitucionales excesivamente frívolos o escorados hacia algún extremo político, de izquierda o de derecha.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El gran ausente en estas citas electorales, como en tantas otras en América Latina, fue el centro político. También faltó el consenso, y su lugar fue ocupado por la crispación y la polarización.

El derrotado no fue solo el presidente Gabriel Boric (y su gobierno y aliados). Fue doblegado el sistema político chileno, otrora envidia de América Latina. Hoy, sin embargo, ese modelo cuasi perfecto (visto desde fuera) ha mostrado sus costuras e incluso su senectud.

Pese a ello, permanecen numerosos valores republicanos, ausentes en otros países de la región. Incluso, de haber prosperado el proyecto elaborado por el Comité de Expertos, producto de un previo y amplio acuerdo inter-partidario, Chile afrontaría un escenario diferente.

No pudo ser. Esto fue así porque a la hora de elegir al Consejo Constitucional los ciudadanos le otorgaron una gran mayoría de representantes y, por ende, un amplio margen de maniobra a los Republicanos, el partido de extrema derecha de José Antonio Kast. Seguían “cabreados”.

De forma similar a lo ocurrido con el primer proyecto, en que los convencionales “independientes” de la izquierda más alternativa produjeron un texto rocambolesco e inaceptable, incluso para los sectores teóricamente afines, esta vez, los “gustitos” republicanos, como el sesgo contrario al aborto, provocaron el mismo efecto.

Un dato curioso es que en 2022 el rechazo ganó con el 61,89% (más de 7,8 millones de votos) y en 2023 el en contra se impuso por el 55,76% (más de 6,8 millones de votos). Esto implica que una cantidad importante de chilenos se inclinó por respaldar las opciones negativas.

Una vez más se observa cómo la polarización azuzada desde ambos extremos está más presente en el universo mental de los políticos que entre los ciudadanos. Y que, más allá de las catástrofes bíblicas o de los recurrentes salvadores de la patria, el respeto a las normas importa, como muestra el fuerte sentimiento contra la corrupción.

Es un dato del que deberían tomar buena nota todos aquellos que apuestan por la crispación, tanto dentro como fuera de América Latina. Muchos piensan que al fomentar la polarización habilitan el camino más corto para llegar al poder. También para mantenerse en él, incluso a costa de reelecciones indefinidas, sean éstas levógiras o dextrógiras.

Afortunadamente, como recordó el Tribunal Constitucional boliviano, su prohibición no viola ningún derecho humano, tal cual pretendieron en su día personajes variopintos, desde Oscar Arias hasta Daniel Ortega.

Los partidarios de crispar y polarizar, en vez de impulsar el diálogo y la negociación defienden a ultranza la necesidad de involucrarse en batallas culturales que acaban resueltas de un modo binario, en términos del todo o nada.

Unas batallas que se definen entre ellos o nosotros, un espacio donde no existe el más mínimo resquicio para tomar prisioneros.

En estas batallas culturales, más políticas o ideológicas que culturales, por más que se pretenda darles un barniz de seriedad y respetabilidad social, se juega la superioridad moral de los unos sobre los otros. Todos aquellos que no piensan como como nosotros deberían ser cancelados, sean wokes o fachos.

Es, obviamente, un terreno abonado para que los hooligans más activos en las redes sociales salgan a cazar enemigos en base a insultos y descalificaciones. Pero, al apostarse por la guerra cultural, se deja de lado la política. Especialmente si, en democracia, ésta se entiende como la forma de resolver los conflictos mediante el diálogo y la negociación.

 

Así lo entendieron muchos ciudadanos chilenos al rechazar las dos propuestas que les habían endosado los políticos. Su mensaje fue claro: nosotros los elegimos para que hagan su trabajo y buena parte del mismo consiste en buscar el interés general y no intereses sectoriales.

Del recorrido constitucional chileno también se puede extraer otra moraleja: la inmensa mayoría de los votantes está en el centro político y no en los extremos, donde se sitúan muchos partidos. Un poco más a la izquierda o un poco más a la derecha, pero en el centro, al fin y al cabo. Al menos así se percibe o se auto adscribe una buena mayoría social.


Carlos Malamud es catedrático de Historia de América de la UNED, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, España

Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina

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