En mi libro Retórica, argumentación y elección de teorías en T.S. Kuhn me hago eco de la propuesta de este filósofo de que la experiencia por sí sola no refuta ni convalida una teoría y de que hace falta más persuasión y circunstancias favorables para que estas se adopten. Si hablamos de astronomía, por ejemplo, nos podemos percatar de cómo el sistema geocéntrico dominó esta ciencia desde que Ptolomeo publicara su Almagesto (en el siglo II d. C.) hasta bien entrado el siglo XVI, por mucho que gente como Aristarco de Samos ya hubiera demostrado en el año 300 a. C. que el sistema heliocéntrico gobernaba nuestro mundo, y que otros observadores hicieran lo mismo proclamando que el sol era el centro del universo. Sin embargo, fue solo cuando Copérnico escribió su famoso libro De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) y las circunstancias estuvieron maduras ̶ entre ellas el cuestionamiento a la tradición platónica– que se adaptó el heliocentrismo como único sistema planetario.
Esa visión historicista de la ciencia contrasta, así, con la que defiende un único método científico compuesto por sus dos partes supuestamente escépticas y fundamentales: la tesis y la experimentación. Como sabemos ahora, después de muchas serendipias y descubrimientos casuales, no vemos lo que nuestro esquema conceptual no nos permite ver; o, dicho de otro modo: la experimentación y la observación llevan aparejada una carga teórica de la cual es difícil sustraerse, lo que se ha dado en llamar “carga teórica de la observación”. Por lo que muchos científicos, y tal como sostenía Nietzsche, son como la pescadilla que constantemente se muerde la cola.
Digo todo lo anterior porque aunque parecería una locura la negación del coronavirus que se hace actualmente en varias ciudades importantes del mundo, donde millares de ciudadanos se reúnen para manifestarse contra las autoridades, impugnar el uso de las mascarillas y negar el contagio del virus covid-19, no lo es si tenemos en cuenta lo dicho más arriba. Y es que los distintos gobiernos en su afán de no alarmar a la población se han dedicado no solo a dar versiones contradictorias sobre la génesis y desarrollo de la enfermedad, sino a tomar medidas confusas en cada uno de los momentos críticos por el que ha ido atravesando la humanidad en su conjunto. Por si fuera poco, a esto se ha unido la tendencia actual –por encontrarnos ante un mundo sumamente heterogéneo y a la vez agotador, en el cual hay pocas certezas y las realidades sólidas de otros tiempos se han diluido– en el que las cosas parecen escapar a nuestro control y aparentan que todo está orquestado y obedece a una conspiración de entes organizados. Es como si la tendencia a creer en algo se hubiera desplazado de la religión a la ética –o falta de ella– de los que nos gobiernan; como si el mismo Dios hubiera sido sustituido por unas teorías en que una mano invisible lo ordena todo. En el caso que nos ocupa, que alguna organización mundial nos quiera exterminar para reducir la población mundial y que utilizará hasta las vacunas para llevar esto a cabo con más efectividad.
Puesto esto de esta manera, las teorías conspiranoicas no son nada desdeñables y están creando una corriente de opinión contra la cual van a tener que luchar los que se dedican a ese difícil arte de gestionar los conflictos humanos, y que llamamos política. Pues, ¿cómo actuar contra miles de personas, por ejemplo, que se niegan a colocarse la mascarilla de protección y pueden contagiar y ser contagiados por sus semejantes? O, ¿qué decir de los líderes mesiánicos que llaman a la resistencia y se oponen a ser beneficiados por unas medidas que supuestamente han sido elaboradas para el bien de todos?
Estamos, pues, ante una manifestación de las teorías de la conspiración que ya no son tan inofensivas como las que sostenían que el hombre nunca había llegado a la Luna o que Elvis Presley seguía vivo. La humanidad está en peligro y los gobernantes, sin percatarse de ello, han cultivado un escepticismo y una falta de confianza que atenta contra todos nosotros.
Lloverá y veremos. Pero si no se pone remedio rápido a la pandemia estaremos en presencia de un mundo bastante apocalíptico, en el que, como si estuviéramos en una película del género de anticipación, la libertad individual tendrá que compaginarse obligatoriamente con la necesaria seguridad.
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