Cuando rumio el exilio no llamo Venezuela a mi país. La llamo la concesión Hamilton. ¿Quién es este Hamilton?
La memoria cinéfila me recomienda la época de Bandas de Nueva York, aquel filme de Scorsese, estrenado en 2002 y en el que Daniel Day-Lewis nos heló la sangre. Esa es la Nueva York de mi Horacio Hamilton.
Hamilton era inglés y llegó emigrante a Ciudad Gótica donde, quién sabe por cuál propensión hacia lo exótico —nada ajena, por lo demás, al talante victoriano de la época—, se allegó a una tertulia de hispanoamericanos exilados e impecunes. Los más notables y vocales de la parroquia eran, nada menos, José Martí y su amigo venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, poeta y traductor de Poe y Heine. La traducción que Pérez Bonalde hizo de El Cuervo es hasta hoy muy celebrada. Como es sabido, Martí vivió los últimos 25 años de su vida en la ciudad de Tito Puente.
Hamilton, debo precisar también, no era ningún lord, tampoco muy ilustrado: era nativo del sur de Inglaterra, de una población cercana a Brighton, y simplemente buscaba fortuna en América. Poco más sabemos de él, salvo que no se avenía a los modos yanquis y que aquellos hispanoamericanos eran su banda favorita. Por el tiempo de mi cuento, mediados los años ochenta del siglo XIX, era agente viajero de una firma inglesa de galletas enlatadas.
Hablo de galletas del tipo danés, ideales para la hora del té. Las que él representaba eran de lo mejor.
Hamilton, quizá porque el tema favorito de Martí y Pérez Bonalde fuese Venezuela, soltó una noche en el mesón que le gustaría probar suerte con sus galletas en la patria de Bolívar. Lo que el pobretón de Hamilton tenía en mente era convocar una “reunión Tupperware”, una “cita productos Avon”, con amas de casa venezolanas de clase acomodada. Esposas de plantadores de café y cacao, dueñas de minas de oro guayanesas, anfitrionas así imaginaba. Algo modestamente ambicioso, si el oxímoron se prestase.
Aunque Martí aborrecía al dictador venezolano de la época, Antonio Guzmán Blanco, quien lo había expulsado de nuestro país, el Apóstol puso sus contactos a disposición de Hamilton. Y el mejor de sus contactos en Caracas era su propia mujer, María Paoli, viuda de Mantilla.
María, protagonista por derecho propio de una conmovedora historia de amor que no cabe en esta bagatela dominical, era venezolana y se ofreció a escribir a su mejor amiga caraqueña, recomendando al vendedor de biscuits para el té.
Su amiga, apellidada Smith, pertenecía a una distinguida familia descendiente de un legionario inglés que combatió en nuestra guerra de Independencia. Hamilton y su muestrario de galletas, llegaron, pues, a Caracas con muy buenos auspicios.
Alguien fue por él a la posada de Veroes y nuestro inglés pasó una tarde deliciosa entre encopetadas, guapísimas señoras que encargaron quintales de galletas. A la mañana siguiente, un piquete de soldados llegó a la posada y lo hizo preso.
Llevado a presencia del dictador Guzmán Blanco, Hamilton fue obsequiado con café de primera calidad y compartió con el dictador sus propias galletas. Fue solo entonces cuando supo, por boca del Autócrata Civilizador, que la mansión de grandes cacaos donde tuvo lugar la reunión Tupperware era, justamente, la casa del dictador. Su esposa, amiga de la señora Smith, se había apropiado de la ocasión.
Guzmán se convenció, conversandito, de que Hamilton no era un embozado agente del banco de Inglaterra al que la nación debía un empréstito riesgoso por la fragilidad de la economía. También se impuso de que, aunque amigo de Martí, un enemigo siempre de cuidado, Hamilton no era un conspirador internacional. Lo invitó a quedarse unos días en Caracas.
Es hora de contar que, en aquel tiempo remoto, los países desarrollados del planeta ya asfaltaban sus avenidas y carreteras. Una de las mayores empresas asfalteras del mundo, precursora de las petroleras con las que más tarde Venezuela tendría trato, cortejaba al dictador Guzmán por el acceso al gran lago de asfalto de Guanoco, en el delta del Orinoco.
Cuando Hamilton volvió a ver al dictador, esta vez de nuevo en el salón de su casa, entre las esquinas de Carmelitas y Conde, se supo presidente de la filial local de la New York Asphalt Co. en cuya plantilla Guzmán figuraba discretamente como vocal. Guzmán cuidaba las formas y Hamilton, aunque era solo un modesto agente viajero, resultaba intachable como hombre de negocios, su candidato perfecto a concesionario de un lago de asfalto. Fue nombrado cónsul honorario de Venezuela en la ciudad de Nueva York.
Treinta años más tarde, otro dictador denunció la concesión por inconstitucional. Quería la concesión para sí, desde luego, igual que Guzmán Blanco, y la expropió, como habrían hecho Chávez o Maduro. El país se partió en dos.
Corría el tiempo de Teddy Roosevelt, la costa se llenó de cañoneras y una revolución de las de entonces dejó miles de víctimas. Al final, el dictador fue derrocado y su sucesor hizo las paces con Washington. La concesión se extinguió en 1935 cuando el asfalto dejó ya de ser un commodity.
La proclama antiimperialista del dictador que quiso arrebatar la concesión inflama todavía la retórica de los bolivarianos. Horacio Hamilton murió en Nueva York sin haber nunca más regresado al país que hizo su fortuna.
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