Debería comenzar esta descarga, y permítasenos abusar de la jerga ajedrecística, con una captura en passant de la jornada electoral celebrada en Estados Unidos el pasado martes 3 de noviembre. Sería lo procedente, sí; empero, me lo imposibilita el despelote tercermundista del pretendiente a la reelección, suerte de cruza de Evo Morales y Aleksandr Lukashenko, quien desde el vamos, con arrebatos de furia dignos de su palmípedo y emplumado tocayo, el irascible Donald Duck, dejó clara su intención de impugnar o desconocer resultados desfavorables a su ratificación. Cuestionó la solvencia del servicio postal mejor reputado del mundo, y pidió recontar papeletas hasta en Disneylandia y el condado de Yoknapatawpha. Acudirá en última instancia a la derechizada Corte Suprema, en la cual, con un ojo puesto en los comicios, consiguió enchufar a la ultraconservadora jueza Amy Coney Barrett. De seguir cantando fraude sin fundamento alguno —y, ¡ay!, sobran quienes se tragan el cuento, sobre todo ilusos identificados con la América profunda y encomendados a sus volátiles promesas de poner fin al madurato—, y negarse a aceptar el probable triunfo del candidato más votado en la historia de Estados Unidos, Joe Biden, el suspense se prolongará quién sabe hasta cuándo. Así pues, no conjeturo escenarios posibles o deseables —el sesgo optimista de los pensamientos ilusorios suele conducirnos por el sendero de las equivocaciones, más aún cuando se escriben el jueves las divagaciones del domingo—, postergando de momento comentarios adicionales respecto a los avatares del voto norteño; de otras votaciones, las del 6D, me ocuparé más adelante.
Despachado a medias el gran tema de la semana, podríamos echar mano a cualquiera de los embustes habituales de Nicolás el impertinente y a partir, verbigracia, de la poco original y bastante truculenta acusación a Colombia de teledirigir un misil contra la refinería de Amuay, componer un artificio especulativo con ánimo de entretener al lector; sería, claro, un ejercicio de ficción tan eficaz como el forjado en la narrativa nicochavista con la idea de responsabilizar a un país entero de acciones hostiles y no probadas de su gobierno: una vulgar argucia chauvinista y, al mismo tiempo, una maniobra de distracción políticamente calculada para avivar inquinas patrioteras y concitar ataques contra sus nacionales. Colombia fue siempre considerada República hermana… hasta la llegada de Chávez al poder. El comandante eterno y redentor, no conforme con hurgar en el basurero de la historia, a objeto de sustanciarle un expediente al general Francisco de Paula Santander debido a su presunta participación en un atentado contra la vida del Libertador —¡y dictador!— Simón Bolívar (Conspiración Septembrina,1828), solicitó se le concediera a las FARC el estatus de beligerantes, pero Andrés Pastrana lo paró en seco y, a partir de la crisis diplomática de 2010, las relaciones con Colombia admiten cualquier adjetivo menos el de cordiales. Con Maduro las cosas empeoraron. La diáspora, no podía ser de otra manera, avivó la xenofobia santafereña; y, a pesar de ello, elenos y faracos son bienvenidos a esta tierra de(s) gracia(da). Se pasean armados en tierras de minería como Pedro por su casa y participan a discreción en la explotación aurífera del Arco Minero orinoqueño, exterminando indígenas a troche y moche en las narices y a la vista (gorda) de autoridades civiles y militares. Se trata en realidad de mercenarios al servicio del gobierno de facto. Bogotá se ha quejado en más de una ocasión de la sospechosa hospitalidad revolucionaria. De allí la fijación de Maduro. Y se pregunta uno: ¿si desde los predios del vecino se dispara con tan certera y mortífera precisión, por qué no apuntar a objetivos militares o al palacio presidencial, en vez de gastar pólvora en un refugio de zamuros? Dejemos la respuesta a la imaginación de cada quien y pasemos a considerar dos eventos en ciernes: la consulta popular instrumentada por la legítima Asamblea Nacional y la votación fraudulenta tramada en el írrito tsj (la ausencia de mayúsculas es deliberada), complaciendo peticiones del zarcillo.
Apoyo la consulta popular en tanto palanca de movilización y concientización ciudadanas, a pesar de las restricciones inherentes a la pandemia —esta le vino a la dictarroja como dedo al ano para ejercer un férreo control en toda nuestra geografía, desmotivando y marginando a la población de sus deberes cívicos, mediante el distanciamiento social y el confinamiento cuasi obligatorio—; no comparto sus 2 preguntas, porque se inquieren pareceres sobre demasiados asuntos —mecanismos de presión interna y externa, elecciones presidenciales y parlamentarias, condiciones electorales, cese de la usurpación, protección del pueblo ante la crisis humanitaria y la migración forzosa, protección de los derechos humanos, y solicitud, de desconocimiento a escala internacional de las parlamentarias maduristas—. Responderlas exige una extraordinaria capacidad de síntesis; codificarlas, una ardua labor de interpretación. Quizá importe mucho más averiguar hasta dónde estamos dispuestos a batallar para forzar la salida de Maduro y, entonces sí, convocar a un proceso eleccionario libre, imparcial y sujeto a observación internacional, orientado a la reinstitucionalización integral de la República. Transitando este camino, podríamos abortar la inminente instauración en Venezuela de soviets disimulados bajo la denominación de poder popular o comunal.
La superhabilitación concedida graciosamente por la anc (respétenseme las minúsculas) y en tiempo récord al mascarón de proa de la dictadura castrense a través de la aberrante y supraconstitucional ley antibloqueo, le permite hacer y deshacer a placer, sin pararle medio al ordenamiento jurídico. En la oposición preocupa la desaplicación de leyes, normas y reglamentos para facilitarle al Ejecutivo la negociación y entrega a precios de gallina flaca de empresas estatales —Pdvsa en primer lugar—, servicios públicos, fundos, minas, etc.; es decir, la crítica se ha focalizado en los objetivos económicos expuestos por el habilitado; sin embargo, este ya ha manifestado su intención de someter al parapeto a elegir en diciembre una ley de parlamento comunal, cuyo desiderátum es «obligar a la asamblea nacional a consultar a las comunas todos los proyectos y temas en debate para su decisión, a fin de conferirle rango legal al Parlamento Comunal». Sobre este paso definitivo hacia la consolidación de un inicuo modo de dominación social sepultado bajo los escombros del Muro de Berlín, me he pronunciado en varias ocasiones.
En un artículo de 2014 —Adiós a la Federación— sostuve: «Contra viento, marea y la mismísima constitución —buena incluso para ser violada, cual advirtió José Tadeo Monagas—, el legatario de Hugo quiere ensayar aquí la implantación de un Estado comunal; una experiencia de espeluznantes precedentes, pues ha supuesto, en nombre de un hipotético humanismo, la deshumanización del individuo a partir de su sumisión absoluta al líder. Y, para impulsar la realización de esa quimera, la cúpula chavista montará, al margen de las gobernaciones, alcaldías, cabildos y consejos legislativos un tinglado bautizado poder popular; un poder tutelado por el Ejecutivo nacional, el cual tendrá a su cargo la coordinación, orientación ideológica y evaluación de los consejos comunales, y la provisión de los recursos técnicos y materiales necesarios para su funcionamiento». En Reductio ad Hitlerum, escribí: «Se está cocinando a fuego lento pero constante una estructura paraconstitucional basada en el empoderamiento de consejos comunales conformados a dedo, a fin de suplantar el poder público definido en la carta magna con otro, más representativo de la voluntad de la camarilla gobernante, donde las decisiones se tomen en incondicionales y tumultuarias asambleas mediante la señal de costumbre». Aunque no puedo desempolvar todos los recuerdos ni agotar la paciencia del lector, citaré con su venia lo anotado en Efervescencia comunitaria: «…desechada la descentralización, la revolución bolivariana cuenta con recursos, infraestructura y promotores para animar e instrumentar una entelequia orwelliana en la cual “el socialismo territorial debe incluir la felicidad integral de las personas; es la felicidad hecha comunidad, hecha ser humano”; un cantinflérico rosario de pamplinas de poco calado, pero con un soterrado objetivo: acabar con el sufragio universal y secreto como medio de hacer valer la voz y voluntad del soberano».
A contracorriente de la historia, el hegemón, si lo dejamos, impondrá a trancas y barrancas un orden primitivo de convivencia de nefastos antecedentes, como la Revolución Cultural china y sus millones de muertos a manos de los ideológicamente robotizados guardias rojos, y el genocidio camboyano perpetrado por los jemeres rojos, dos ejemplos de la carga destructiva de la horma comunal. A efecto de concretar su utopía, no en el sentido gramsciano sino en el de Pol Pot, el reyecito deberá disolver el Poder Legislativo y fundirlo en el Parlamento comunitario, un organismo, calcula Emilio Figueredo, de unos 5.000 diputados. En semejante gallinero solo cantarán los gallos de Miraflores y Fuerte Tiuna. De estos delirantes propósitos debe tomar nota el interinato, todavía el referente de mayor peso entre los adversarios de Maduro, Cabello, Padrino & Co., y poner los pies en tierra, sin esperar mucho del ocupante del salón Oval; quien este sea, debe primero recoger los platos rotos durante la campaña electoral. La caridad bien entendida empieza por casa.
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