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La complicada libertad de expresión

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La decisión de la UE de prohibir las emisiones de Russia Today y Sputnik; la de Elon Musk de proporcionar a los ucranianos Starkink, un servicio de Internet de cobertura mundial mediante satélites interconectados; la de cancelar conciertos de músicos y directores de orquesta rusos –por rusos–; la de prohibir un curso sobre Dostoievski en una universidad milanesa nos evocan tiempos de guerra. Cuando llegan esas horas se imponen las verdades oficiales, se veta la información del enemigo y se señalan traidores o quintacolumnistas. La más elemental sensibilidad liberal, inevitablemente, se enfrenta al debate acerca de quién puede opinar, qué opiniones se juzgan tóxicas y, lo que es más importante, quién decide: después de todo, si Musk puede ofrecer sus satélites, también los podría quitar. Sí, el viejo asunto de la libertad de expresión.

Casi todo el mundo es partidario de la libertad de expresión. Y casi todo el mundo levanta la mano pidiendo que se penalicen o acallen ciertas opiniones que les conciernen. Unos exigen una protección especial para sus ideas religiosas; otros, que no se toquen los símbolos nacionales, las banderas o las fotos del Rey; los de más allá, el respeto a no sé qué minoría por su condición de minoría (los ricos, por cierto, también son una minoría); no faltan quienes creen que no deberían autorizarse discrepancias públicas sobre determinados asuntos históricos (el Holocausto) o sanitarios (las vacunas); algunas feministas reclaman la prohibición de la pornografía o de la publicidad sexista; muchos españoles sostienen que deben castigarse los elogios a Franco y otros, que no se pueden autorizar homenajes a los terroristas de ETA. Y luego están los de la cultura de la cancelación, que manejan con soltura todos los palos: basta que uno se sienta ofendido –o un tercero considere que se ofende a alguien– para que quiera silenciar al señalado como ofensor. Eso para empezar, que, por lo general, no solo buscan acallar las otras voces (¿se acuerdan del Hazte oír?) sino que pretenden que solo se escuche la suya, como muestra la ubicua presencia en tareas de comisariado de la llamada «perspectiva de género». Una estrategia no muy diferente de la utilizada por otros cuando defienden una memoria democrática obligatoria, oficial y unánime: la democracia se invoca para acallar el debate, el democrático y hasta el científico.

Espero que el inventario anterior haya molestado a los lectores, a todos. Suele suceder cuando tratamos sobre el ejercicio de la libertad de expresión. Y quien dice sobre el ejercicio dice sobre la teoría. Porque si controvertidos son los asuntos inventariados, aún más es su trasfondo: la existencia de límites a la libertad de expresión. Aunque hay otra manera menos pesimista de mirar las discrepancias: existe acuerdo en regular la información. No es sorprendente. No todo se puede decir. Por eso se penalizan sobornos, amenazas o perjurios. Se castiga la información falsa (alimentos, medicamentos, tratamientos), pero también la veraz (la fabricación de bombas, el domicilio de personas amenazadas).

Las consideraciones anteriores, obvias, tienen una implicación algo menos inmediata: la libertad de expresión es inseparable de la regulación pública. Sin esta, ni siquiera se puede garantizar su ejercicio. Asistir a un mitin de Vox en Hernani o pasearse con una bandera constitucional –y hasta reclamar el cumplimiento de las sentencias judiciales– por buena parte de Cataluña es imposible sin protección policial. El ejercicio de derechos y libertades no se puede sostener en el heroísmo

de los ciudadanos. La presencia de puntos de vista contrapuestos, el respeto a las personas y la posibilidad de réplica requieren leyes y los poderes públicos. Dicho de otro modo, sin jueces y policías, sin el Estado, no funciona el vínculo entre la libertad de expresión y la preservación de la democracia. Gerona y Hernani.

Vamos centrando el asunto. Sobre dos pies: el Estado es condición de la libertad de expresión y esta es importante porque importan otras cosas, como la democracia o la autonomía de los ciudadanos. Si queremos asegurar estas, debemos cuidar aquella y su buen funcionamiento. Se trata de mantener bien engrasado el mecanismo que convierte a la libertad de expresión en la buena democracia. Eso, entre otras cosas, nos exige considerar las circunstancias materiales y técnico-culturales, como hicieron, por cierto, los protagonistas de las revoluciones democráticas cuando defendían la pequeña propiedad o la alfabetización en la lengua común: la autonomía económica permitía la limpieza de juicio y la koiné y la generalización de la imprenta/prensa (Print capitalism a lo grande) hacían posible la conversación pública, el entendimiento, y el acceso a la información y a las leyes de todos.

Atender a esas mismas circunstancias hoy exige ampliar el foco. Por ejemplo, para explorar de qué modo las desigualdades económicas y tecnológicas degradan la libertad de expresión y, por lo mismo, el debate democrático. Para el buen funcionamiento de la democracia todas las voces han de poder escucharse, algo que no sucede cuando unos disponen de un altavoz y otros, desprovistos de recursos, de poder o de elemental acceso a las nuevas tecnologías, ni pueden exponer sus ideas. Las desigualdades pervierten el debate público de manera inmediata, por la afonía impuesta a los desprotegidos, y también de otra mucho más patológica: quienes no pueden hablar, al final, no se atreven a expresar sus opiniones y, a fuerza de entumecimientos, acaban por acatar y hasta asumir los únicos relatos en circulación. Desde los experimentos de Asch sabemos que todos preferimos pensar que estamos equivocados a pensar que estamos locos. En esas condiciones los silencios se confunden con los acuerdos. El engranaje lo desmenuzó hace muchos años el economista Timur Kuran en Private Truths, Public Lies: en determinados contextos se imponen falsas unanimidades y los ciudadanos, convencidos de que su opinión es únicamente suya, no están dispuestos a asumir los costes de discrepar. No importa que su opinión, en realidad, esté muy extendida, incluso que sea mayoritaria, basta con que crean que pocos piensan como ellos. Solo si asoma un número suficiente de discrepantes, que en esas condiciones no asoma, se atreverán a opinar. La desigualdad de poder establece un consenso impostado que, ante la ausencia de discrepantes, se confirma a sí mismo: solo se escucha una voz y los ecos, que la refuerzan. Recuérdenlo cuando lean que «en Cataluña no hay problemas con la lengua y ahora quieren crear un problema donde no lo había».

Otras veces la desigualdad opera con menos sutileza. En los mercados reales, con altas barreras de entrada, las ideas no circulan libremente. Para poder hablar se necesita dinero y, como nadie se atreve a morder la mano que le da de comer, mejor omitir ciertos asuntos. Luis María Anson lo resumió en toda su crudeza en este mismo periódico: «vas a escribir el artículo y empiezas a medir las consecuencias que puede tener: que si me van a cerrar los créditos, si el banco se va

a poner hecho una fiera, si me retiran la publicidad… ¡A lo mejor escribes un artículo y te retiran 10 millones de euros de publicidad! En ocasiones, incluso te das cuenta de que es mejor aplazarlo…». Si quieren entender la proliferación mediática del mal llamado «marxismo cultural», supuestamente tan antisistema, atiendan a tan juiciosas consideraciones. «La cultura, para ustedes, que de la economía ya me encargo yo» o «aquí me las den todas», deben de pensar los gestores del «sistema».

Y las cosas van a peor con las nuevas tecnologías de la información. No es que unas voces tengan más posibilidades de escucharse que otras, es que directamente se acallan. Recuerden lo sucedido con Trump. Facebook o Twitter deciden qué conversaciones, asuntos o puntos de vista resultan aceptables. Los otros, a callar. Un poder privado, arbitrario, no sometido a control regula el ingreso al ágora y, de facto, el debate ciudadano. Como si Movistar nos cortara la línea porque a Álvarez Pallete le molestaran nuestras conversaciones.

El problema no son las intromisiones. Por las razones expuestas, son necesarias, inevitables y hasta convenientes para el debate democrático. Se puede educar la ponderación de la información y el razonamiento público: hay resultados empíricos que confirman que «incitar sutilmente a las personas a pensar en la precisión mejoró la veracidad de las noticias que compartían» y la calidad de la deliberación (Understanding and Reducing Online Misinformation Across 16 Countries on Six Continents, PsyArXiv, 2022). Una consideración que se puede ver de otro modo, más desolador: las intervenciones también pueden empeorar razonamientos e información y, por ende, hacer imposible la buena democracia. Que se opte por una cosa u otra no puede quedar al arbitrio de los poderosos. El problema no radica en que sean buenos o malos, en que se comprometan en las buenas causas o con las indecentes, sino en el hecho de que puedan decidir cuáles son las buenas causas: qué es lo importante es precisamente lo que nos corresponde decidir a los ciudadanos, el debate que se nos hurta. Al menos si nos preocupa la libertad de expresión y la democracia.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona

Artículo publicado en el diario El Mundo de España

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